lunes, 20 de julio de 2015

Contando la noticia

Llegó el momento de hacer pública la noticia, y junto con ello comenzaron las historias de terror. Y es que la gente no sé si con afán de ayudar o de joder, siempre tiene una historia terrible que contar. Que su amiga Pepita perdió la guagua a las 5 semanas; que a la Juanita le dio listeria por comerse un queso y perdió la guagua, que la Periquita tuvo un embarazo maravilloso pero que el parto fue digno de una película de Tarantino. No entiendo esa manía, si basta con contar algo para que llegue la típica aguafiestas a comentarte lo peor del asunto. Lo mismo sucede cuando uno cuenta que se casa, salen las historias de personas que se amaban pero que duraron dos semanas casados sin explicación aparente.

Con Pelayo empezamos a pensar en la manera más divertida de contarles la noticia a nuestros padres. Entenderán que no es llegar y decirlo, ya que probablemente es uno de los momentos más importantes de nuestras vidas. Finalmente se nos ocurrió que a sus papás les compraríamos unos tutos de guagua para ver si al entregárselos entendían la indirecta; luego veríamos como le contaríamos a mis papás.

La primera en enterarse de la noticia fue mi suegra. Nos juntamos a almorzar en el Nolita, un restorán medio pituco, por lo que iba decidida a no emocionarme hasta las lágrimas porque me daba vergüenza hacer el loco en un lugar público y de esa categoría. Le entregamos el paquete con el tuto adentro y en cuanto lo abrió cayó en cuenta de lo que estábamos tratando de decirle y comenzó a llorar mientras nos abrazaba repetidas veces. Con una fuerza estoica logré mi cometido de no derramar lágrimas delante de los comensales que almorzaban a nuestro lado, quienes miraban sin pudor la escena. Les faltó poco para aplaudirnos.

Se acercaba el momento de contarle a mis padres y a mi suegro. El domingo siguiente era el día del padre, ocasión ideal para decirles que además de padres sería abuelos ¡que mejor regalo! Ya teníamos comprado el tuto para mi suegro, pero aún no sabíamos cómo decirle a mis papás. Finalmente se me ocurrió hacerle una tarjeta de regalo con la información de que sus días solo como padre habían llegado a su fin ya que de ahora en adelante debía entrenarse para ser también abuelo.

Ese domingo nos despertamos muy nerviosos y partimos a almorzar donde mis papás. Casi no pude comer de lo ansiosa que estaba, solo quería que llegara el momento de la entrega de los regalos. Esperé a que todos mis hermanos le dieran el suyo para dejar el que yo consideraba el regalo estrella para el final; Pelayo se encargaría de grabar con el celular la reacción de todos. Como se pueden imaginar la noticia fue recibida con gritos, lágrimas y abrazos; fue muy emocionante y esta vez no tuve que contener las lágrimas porque estaba en confianza y no me importaba hacer el loco. Lo mejor de todo es que el momento quedó inmortalizado y nuestro retoño lo podrá ver cuando tenga la edad suficiente para entender que su familia está un poco loca, pero que debe quererlos igual.

Solo faltaba contarle a mi suegro, asique partimos a su casa a entregarle su regalo del día del padre. Cuando llegamos nos encontramos con que estaba toda la familia reunida, sus hermanas y sobrinos, lo que hizo que la celebración de la noticia fuera en grande. Mi suegro estaba tan emocionado que llamó por teléfono a mi cuñado en Suecia para contarle que la familia tendría un nuevo integrante, y ella de la emoción comenzó a llorar por lo que nunca más logramos entender lo que nos decía.

Al momento de contar a nuestros amigos creímos que lo más efectivo sería enviar un mensaje a todos juntos, para que nadie pudiera quejarse de que fue el último en saber. Así lo hicimos y espontáneamente surgió la idea de celebrar la gran noticia. Salió el típico amigo motivado que presta la casa para todos los acontecimientos, importantes y no tan importantes, y en un dos por tres tenía un gran evento armado. Nos juntamos a tomar unos tragos y brindar por el nuevo miembro de la familia que venía en camino. En ese momento me di cuenta de que mis días de carrete intenso habían llegado a su fin ya que me había convertido en la “mami” del grupo.

Y como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, llegó el momento de contar la noticia a mis jefes, si jefes en plural porque a diferencia de algunos yo tengo dos jefes, y con ello doble presión. No sé por qué pero estaba muy nerviosa, me sentía como una colegiala que tiene que ir a contarles a sus estrictos padres que se ha quedado embarazada del pololo también colegial con el que lleva tres meses de noviazgo. Uno de mis jefes se lo tomó muy bien, me felicitó y ofreció cualquier tipo de ayuda en lo que necesitara; y es que él tiene siete hijos y su mujer ha pasado siete veces por una situación similar por lo que entiende de estas cosas; el otro se limitó a decirme fríamente que me encargara de que todo quedara ordenado para cuando llegara el momento de comenzar mi prenatal. Cuando se lo conté a Pelayo se enfureció por esta reacción tan poco empática y me dijo que no me preocupara, que amargados había en todos lados y que probablemente él estaba solo en la vida y por eso no se alegraba de la noticia. La verdad es que a mí no me importó mucho ya que solo quedaban unos meses para dejar de verle la cara por un buen tiempo.

Desde ese momento respiré tranquila y comencé a disfrutar mi embarazo y a tomarme el trabajo con relajo, demasiado relajo en realidad. La mitad del tiempo lo ocupaba pensando en lo que había que comprar; metida en páginas de internet, foros y tutoriales para madres primerizas. De a poco empecé a desligarme de los temas de la pega, con la idea de que en unos meses más llegaría el esperado prenatal y alguien más se haría cargo de mis cosas.

por Alma Vidaurre

“En campaña”

 Estábamos con Pelayo, mi marido, de viaje en una maravillosa playa del caribe tomando piña colada en una hamaca, cuando surgió por primera vez el tema: “¿cuándo tendremos guagua?”. Ya no recuerdo quién comenzó la conversación, pero era algo de lo que tarde o temprano hablaríamos. Llevábamos ocho meses casados y los dos queríamos tener hijos, la pregunta era ¿cuándo?
Lo conversamos en un tono de total relajo y decidimos que a fin de año, en un par de meses más, sería un buen momento para comenzar la “campaña”, ese período al que toda pareja en especial la mujer, teme por la presión que implica y el terror a no lograrlo. Existe un miedo generalizado en todas las mujeres a no poder quedar embarazada. No sé a qué se deberá, quizás por la imposición que desde pequeñas nos impone la sociedad con el estereotipo de la mujer madre que cuida a la muñeca/guagua, que además cada día parecen más reales! Van al baño, vomitan y lloran como bebés, es un poco aterrador.

En fin, pasaron las últimas semanas de relajo, aunque ni tan relajadas porque comencé a tomar el famoso ácido fólico que es una patilla que puede prevenir defectos de nacimiento en el cerebro y la columna vertebral del bebé. Si bien esta no tiene efectos secundarios, uno ya entra en el “modo en campaña” y de a poco comienza la ansiedad.

Por fin llegó el día en que me tomé la última pastilla anticonceptiva. Ese día sentí que dejaba de ser una joven y alocada para pasar al estado de pre-madre, un estado donde te baja la responsabilidad y empiezas a creer que has madurado; luego de un tiempo te das cuenta de que eres la misma mujer inmadura de siempre solo que ahora estás “en campaña”, y eso da paso para que desees darte los últimos permisos antes de que el embarazo te restrinja lo que comes, lo que tomas, a donde vas y qué compras. Pasas del estado pre-madre al full-carrete porque sabes que cuando estés embarazada se acabó el chipe libre y serás el chofer designado por los próximos nueves meses y más.

Comenzó la campaña y con esto la parte entretenida del asunto: ¡tirar tirar que el mundo se va a acabar! Al principio es genial, muy romántico, con mucha energía y unas ganas locas de lograrlo lo antes posible. Y es que cuando las parejas se deciden a tener guagua por lo general quieren que sea ahora ya. Con el paso de los meses la energía y el romanticismo se van agotando y comienza la desesperación; cada vez que a la mujer le llega el período menstrual la casa se convierte en un funeral y hay cinco días de caras largas y lágrimas hasta que éste se termina y comienza la batalla otra vez. Llega un punto en que le dices adiós a las posiciones sexys y comienzan las posiciones útiles, que son aquellas que en alguna parte leíste o te contaron que favorecen el flujo de los espermatozoides al óvulo, y en un abrir y cerrar de ojos te ves con miles de cojines bajo la cola o haciendo la posición vela.

Así estuvimos unos seis meses, tratando de no perder las esperanzas. Los doctores te dicen que lo normal es demorarse hasta un año; lo que no consideran es que ¡uno quiere la guagua para ayer! Por eso cuando ya llevábamos como tres meses “en campaña”, comencé a presionar a mi doctor para que “apuráramos” el asunto. Cabe mencionar que a los quince años me diagnosticaron ovarios poliquísticos, y la doctora tuvo la delicadeza de decirme que probablemente me costaría embarazarme. Estas palabras quedaron grabadas a fuego desde ese momento, y al decidir tener guagua afloraron con toda su fuerza y se instalaron en mi cabeza de manera permanente.

Como tenía esta condición mis reglas nunca fueron muy regulares, lo que desde la adolescencia fue una ventaja ya que por razones que desconozco, siempre se saltaba los veranos. Por ello nunca tuve el drama de “estar enferma” justo cuando había paseo a la playa o asado con piscina, el eterno drama de mis amigas que salvaban de no bañarse con un clásico “no tengo calor” cuando todos sabíamos la razón real por la cual no se ponían bikini. Pero ahora lo que parecía un don se había convertido en una maldición. Sin un ciclo regular no tenía ni la más remota idea de cuándo me tocaba el período, lo que se tradujo en hacerme al menos 20 test de embarazo antes de ver las dos rayitas. Era tanta mi psicosis que me los compraba a escondidas de Pelayo, que me retaba cada vez que me hacía uno sin razón, porque decía que eso sólo contribuía a generar más ansiedad y presión. Lo que él no sabía pero sospechaba era que yo ya estaba al borde de la locura.

En este estado de desestructuración mental fui donde mi doctor a exigirle respuestas. Yo creo que los ginecólogos pasan varios semestres estudiando psicología, porque lidiar con una mujer “en campaña” puede volver loco a cualquiera. Luego me daría cuenta que lidiar con una mujer embarazada podía ser infinitamente peor.

Mi doctor, con una calma y paciencia envidiables, me hizo un plan de contingencia. Me mandó a tomar unas pastillas para forzar a que me llegara la regla y terminar con la psicosis de los test de embarazo, además así lograría ovular ordenadamente lo que aumentaría las probabilidades. Partí el tratamiento feliz, pensando que esto aceleraría las cosas y por fin quedaría embarazada. El problema fue que el doctor no me advirtió que las famosas pastillas tenían como efectos secundarios síntomas de embarazo tales como mareos, náuseas, hinchazón y dolor en los pechos. Al primer mes me juraba embarazada, y como la mesura no es una virtud con la que haya nacido a los veintiocho días clavados partí a comprarme un test; creo que pueden anticipar cuál fue el resultado. En ese momento, contrario a lo que podrían pensar, no entré en pánico si no que decidí que intentaría relajarme ya que dicen que mientras más histérica, los espermatozoides y los óvulos más flojos se ponen; pareciera que lo hacen para proteger al futuro bebé de nacer con una madre desquiciada.

Pasamos dos meses en esto y el relajo fingido en el que estaba comenzó a desaparecer. Volví donde mi doctor para cambiar a plan B, decidida a no fallar esta vez. Me dijo que siguiéramos con la mismas pastillas, pero a diferencia de los meses anteriores, cuando me llegara el período haríamos una ecografía para determinar en qué parte del ciclo iba y así calcular los días en que estaría fértil. Me pareció un plan perfecto, sobre todo porque siempre he sido muy organizada y poder anotar en mi agenda que día me llegaría la regla y mejor aún que día estaría fértil ¡era perfecto!

Convencida de que esta vez no entraría en pánico, comencé con este plan b. Estaba tan entusiasmada que pequé de organizada; calculé los días que tendría que tomar las pastillas, los días de regla y dejé pedida la hora para la ecografía ¡nada podía fallar! Pasó el tiempo, se terminaron las pastillas y comenzó la espera a que llegara el período. Pasaban los días, se acercaba el momento de la ecografía y aún no había resultados del tratamiento.

Recuerdo que un domingo compré el veintiunavo test de embarazo que salió negativo, el lunes partí al doctor a hacerme la ecografía, aun cuando sabía que sin la regla no serviría de nada. El doctor me dijo que veía las paredes del endometrio bastante gruesas, lo que significaba que la regla debería llegar si no ese día, al día siguiente. Me fui tranquila a la casa a esperar para pedir hora a la ecografía, ya que no estaba dispuesta a hacer el loco otra vez y llegar sin nada que mostrar.
Al día siguiente aún no había noticias de mi período. Ya estaba bastante cansada del tema, y casi por inercia partí a comprarme un test, obviamente a escondidas de Pelayo. Estaba sentada en el escusado esperando el resultado con la idea de que saldría negativo como los anteriores, cuando de pronto miro la varita y las veo ¡dos triunfantes rayitas azules! No lo podía creer, hace dos días el test había salido negativo y el doctor ayer no había visto nada; debía ser un error, un cruel y terrible error.

Corrí a llamar a Pelayo para contarle lo sucedido, a riesgo de que me retara otra vez, y pedirle que pasara a comprar otro test para repetir la prueba y confirmar el positivo. En el momento que el celular comenzó a sonar escuché que estaba metiendo la llave en la puerta; no alcanzó a entrar cuando me abalancé con mis dos rayitas en la mano y le conté con lujo de detalle los acontecimientos de la última hora. Un poco incrédulo partió a la farmacia más cercana a comprar otra prueba de embarazo, mientras yo esperaba hecha una loca en la casa. Se demoró unos diez minutos, los más largos de mi vida, y en cuanto llegó le arrebaté la bolsa de las manos y corrí al baño.

Nos miramos largo rato, con las dos rayitas que confirmaban el embarazo en la mano. Estábamos tan anonadados que no pudimos ni celebrar, solo acordamos ir a hacer un examen de sangre para despejar toda duda, luego podríamos cantar victoria y contar a nuestros seres queridos.

Podrán imaginar que esa noche no pegué una pestaña, estaba muy feliz pero a la vez asustada de que todo fuera una falsa alarma.

Al día siguiente partí a la oficina con un nudo en la guata, sin poder dejar de pensar en la situación que estaba viviendo. Pasé al lado de una farmacia y como ya era costumbre compré una prueba de embarazo, sólo para disipar dudas. Sé que a estas alturas piensas que estoy loca de patio pero díganme ¿qué hubieran hecho ustedes? es difícil creer que algo que has esperado tanto por fin ha llegado.

En la tarde fui a hacerme el examen de sangre y me encontré con que este demoraría dos días en estar listo. No lo podía creer ¡tendría que pasar dos días más de interminable espera! En ese momento me propuse no seguir gastando plata en test de embarazo y esperar con paciencia, y así fue, no sé cómo lo logré en calma y ocupada en otros asuntos de la oficina. Finalmente fui a buscar los resultados y me encontré con la feliz sorpresa de que estaba embarazada; luego mi doctor me confirmaría que tenía cuatro semanas de gestación.

por Alma Vidaurre