viernes, 29 de enero de 2016

La lactancia


Durante mi embarazo este tema fue de las cosas que más terror me daba. Si bien todas las mujeres que han sido madres me han dicho que es algo maravilloso, estaba segura que no todo sería tan espectacular, y no me equivocaba.

La primera vez que Lorenzo tomó pecho fue una experiencia increíble. Recuerdo que nuestras familias se habían ido de la clínica y estábamos solos los tres, agotados luego de tanto ajetreo, pero felices. Lorenzo se agarró del pecho casi automáticamente y nos conectamos totalmente, sentí que estaba hecha para amamantar a mi pequeño y con Pelayo nos miramos sin poder dar crédito a que el hijo que estábamos esperando hacía tanto ya estaba allí.

El último día en la clínica me bajó la leche. Me levanté para ducharme y cuando me desvestí frente al espejo y vi que ya no tenía dos pechos redonditos y formaditos como antes… frente a mí había dos pelotas gigantes y duras y amoratadas que doblaban en tamaño a la cabeza de Lorenzo. El impacto fue tan grande que di un grito ahogado. Pelayo llegó corriendo a ver qué me pasaba y quedó atónito al ver el reflejo del espejo.

Por suerte Lorenzo nunca tuvo problemas para tomar pecho, logró agarrarse bien desde el primer momento y tomar lo necesario. El tema fue que mi hijo nació con hambre acumulada desde hace nueve meses, y cada dos horas exigía comida. A pesar de que fui de esas embarazadas mateas que se preparan los pechos con formadores de pezones y cremas Maam, estos no estaban listos para “pac-man” y sucumbieron ante las exigencias de Lorenzo.

Lo que les contaré a continuación no es agradable en lo absoluto pero muchas mujeres agradecerán la sinceridad para prepararse sicológicamente para el sufrimiento. A los cuatro días de nacido mi pequeño y a pesar de que desde el primer día me había echado la famosa crema Purelan especial para evitarlo, mis pechos tenían llagas y el pobre tomaba leche con sangre, para mi (poca) tranquilidad, no parecía molestarle, succionaba con las mismas ganas de siempre. El problema era que yo no daba más de dolor; la matrona me aconsejó que alternara con la mamadera para darles un respiro a mis pechos, me pusiera luz por al menos diez minutos y me echara una crema de matico cicatrizante. Así lo hice y después de una semana de sufrimiento se me pasó.

Luego de sobrevivir a aquella primera experiencia traumática, amamantar comenzó a ser una rutina agradable, empecé a disfrutarla ya que eran los minutos que aprovechaba para estar a solas con mi guagua (lo que no era frecuente).

A los tres meses de Lorenzo con Pelayo decidimos salir de paseo en familia y partimos a Puerto Varas por cuatro días. Era la primera vez que viajábamos los tres y llevábamos dos maletas gigantes con miles de cosas (luego nos daríamos cuenta de su inutilidad). El viaje lo hicimos en avión y me habían advertido que a los bebés les duelen los oídos con el aterrizaje, para evitar eso debía darle pecho; el problema fue que los aviones comienzan a bajar mucho antes de que uno lo perciba y de pronto Lorenzo comenzó a llorar desconsoladamente. Intentaba amamantarlo para que se calmara pero no había caso, y Pelayo sentado al lado mío no atinaba a nada más que tratar de taparme para no hacer un espectáculo topless. A esas alturas todos los pasajeros me había visto los pechos y a mí lo único que me importaba era calmar a mi guagua.

Cuando Lorenzo cumplió los cinco meses, la vuelta a la pega se acercaba vertiginosamente y luego de mucho meditarlo decidí que era el minuto de dejar la lactancia, Lorenzo estaba gordo y sano y yo había cumplido con creces mi tarea, no estaba dispuesta a llevar el sacaleches a la oficina y tener que instalarme en el frio y sucio baño a ordeñarme.

Al parecer Lorenzo estaba listo para la independencia, porque no pareció molestarle el paso del pecho a la mamadera, es más, estaba feliz porque al succionar le salía más cantidad. La que no estaba muy preparada era yo y la primera semana extrañaba esos momentos de cercanía a solas con mi guagua, luego me di cuenta que igual podíamos tenerlos y cuando le tocaba la hora de la leche aprovechábamos de acostarnos juntos en mi cama y mientras él tomaba yo le hacía cariñito en su cabecita.

viernes, 15 de enero de 2016

El día "D"


Un día me desperté con la extraña sensación de que caía líquido entre mis piernas. Intentando mantener la calma, llamé a Pelayo a la oficina para que fuera a buscarme y partiéramos a la clínica.

Mientras esperaba que llegara mi marido llamé a la matrona para contarle lo sucedido y me dijo que mantuviera la calma, que esperara una hora aproximadamente para confirmar que se me había roto la bolsa.

Luego de unas horas no había pasado nada y la matrona me explicó que muchas veces la bolsa tiene unos globitos exteriores que se revientan y hacen que caiga agua, pero que no me preocupara, aún no había llegado la hora…

Más tarde comenzaron las contracciones y sin preguntarle a nadie, con Pelayo partimos a la clínica. En el camino llamamos a toda la familia para contarles que Lorenzo por fin había decidido nacer. Fue una falsa alarma.

Como a los dos días me levanté con la sensación de que por fin había llegado el momento de conocer a Lorenzo. Sentía unas leves contracciones y algo me decía que mi porotito había elegido ese día, para nacer. Por suerte Pelayo aún no partía a la oficina, asique agarramos el auto y nos fuimos a la clínica; decididos a no llamar a nadie hasta que no tuviera la epidural puesta. A las dos horas figurábamos en la casa.

Era un domingo, y partimos a la casa de mis papas a almorzar y hacer uso de la piscina, por que hacían unos treinta y dos grados de calor y era imposible permanecer en otro lugar que no fuera dentro del agua. Al medio día comencé a sentirme mal, tenía la panza dura y me pesaba más que nunca, tenía contracciones cada cierto rato y sentía mucha presión entre las piernas; no le di importancia y lo atribuí al calor. Pasamos la tarde chapoteando y con el frescor del agua los malestares disminuyeron considerablemente.

Llegamos de vuelta a la casa como a las ocho, y cansada como estaba, me acosté sin intenciones de moverme hasta el día siguiente.

Como las una de la mañana, dormía plácidamente cuando sentí que algo escurría por mis piernas; cuando miré mi sorpresa fue infinita al ver un líquido rojo que salía por debajo de mi camisa de dormir. Comencé a mover a Pelayo que dormía a mi lado, no era capaz de atinar a nada más; él despertó sobresaltado, me vio en la cama alrededor de una mancha de sangre y se puso pálido.

Partimos a la clínica y Pelayo me depositó en la puerta mientras iba a estacionar el auto. Fue bastante triste cuando entré caminando sola, y me senté frente a la recepcionista. Le conté las razones por las que estaba ahí y me hizo pasar rápidamente al box de la urgencia.

Llegó la matrona de turno a hacerme un tacto para determinar de dónde provenía tanta sangre, pero no pudo identificar las causas. Llamó a otra matrona quien en dos segundos estaba haciéndome otro tacto, pero nada… luego llegó el doctor de turno y repitió el procedimiento para ver si podía aportar algo pero no logró determinar las causas de la sangre. Finalmente apareció mi doctor quien hizo lo mismo que los anteriores y obtuvo los mismos resultados…nada.

Faltó poco para que hasta el señor del aseo me hiciera tacto, y con tanto toqueteo comencé el trabajo de parto y las famosas contracciones que uno ha visto en la tele. Déjenme decirles que es tal cual como en las películas.  

Estaba dilatada en cuatro centímetros cuando mi doctor me dijo que mis contracciones hacían que a Lorenzo le bajaran los latidos del corazón, por lo que tendría que hacer una cesárea para sacarlo lo antes posible. Pelayo estaba verde y sólo asentía; mientras yo pedía que lo sacara por donde fuera pero rápido.

Llegó el momento de la temida epidural. Estaba en posición fetal aguantando las contracciones cuando entró un señor muy simpático que asomaba sus ojos azules sobre la mascarilla; recuerdo que me dijo que la epidural no dolía nada. Terminó de decirlo y agregó que ya la había puesto; ese fue mi encuentro con la grande y temida aguja, silencioso e imperceptible.

No pasaron más de veinte minutos y sentí un fuerte llanto, ahí estaba mi Lorenzo que protestaba por haber sido desalojado. Pelayo me dio un beso en la frente y luego puso a Lorenzo a mi lado, comencé a hablarle y parece que me reconoció por que dejó de llorar y me miró con esos ojitos arrugados como diciendo: “yo a ti te he escuchado antes”. Fue el momento más feliz de nuestras vidas, y comprendí que desde ese día seríamos los tres para siempre.