martes, 29 de diciembre de 2015

El octavo mes


Debo agradecer que mi embarazo de Lorenzo fue súper bueno; sólo sufrí de náuseas y mareos las primeras semanas, pero en general me sentía muy bien y pude hacer mi vida con total normalidad. Esto, durante los primero siete meses ya que el octavo mes todo cambió…

Lorenzo siempre fue una guagua grande, estaba en el percentil noventa. La verdad es que hasta el día de hoy no sé qué significa eso pero puedo concluir que si el máximo es cien, noventa está bastante cerca. Por ello mi panza afloró como  los tres meses y de ahí en adelante crecía por días a una velocidad vertiginosa; aunque culpar solo a la guagua sería injusto, también aportaron las golosinas que comí sin culpa los primeros meses.

Por un lado fue bueno, porque ese período del embarazo en que no pareces una futura madre sino más bien una gordita flácida, pasó casi inadvertido. Pronto me encontré con la pancita redondita y perfecta, que después se convertiría en una gigantesca panza muy alejada de lo estéticamente perfecto.

Podrán pensar que soy exagerada pero no les miento cuando les digo que el día que cumplí los ocho meses de gestación, mi embarazo dio un giro inesperado. Dejé de ser la embarazada ideal, pasé a ser la típica mal genio que sueña con que la guagua se adelante para dejar de sentir constante incomodidad. No tenía posición para dormir, aunque a esas alturas mis intervalos de sueño no duraban más de dos horas porque me despertaba para ir al baño.

Al octavo mes Lorenzo ya era enorme y ocupaba más de la mitad de mi cuerpo. Tenía sus piececitos incrustados en mis costillas y cada vez que, con muchísima dificultad, me sentaba, él hacía notar su incomodidad dando pataditas. Al principio me parecían tiernas pero ahora las sentía como una venganza por no ofrecer más espacio en mi útero.

Además apareció la temida “acidez” que da por ingerir cualquier cosa, incluso agua. Y como estaba embarazada y no podía tomar cualquier remedio, debía comprarme un antiácido que, a mi parecer, era lo mismo que nada.

Otro tema no menor es la intimidad con tu marido. Ésta fue bastante normal durante todo el embarazo, o mejor que normal, pero todo cambió el octavo mes porque la prominente panza me hacía ver como una ballena, y sintiéndome así no quería desnudarme ni frente al espejo, además mi movilidad se vio mermada en un noventa por ciento..

Llegó un punto en el que dejamos de intentar tener sexo, y nos limitábamos a abrazarnos. Así estuvimos algunas semanas hasta que el doctor me dijo que una manera de acelerar el parto era teniendo relaciones, y comencé a perseguir a Pelayo para que, tal como todo había comenzado, le pusiéramos fin (tiene lógica que todo termine de la misma manera como empezó). Me costaba convencerlo porque al pobre le daba pena ver mis esfuerzos por moverme. Lamentablemente esto no dio resultado.

Ya había abandonado las esperanzas de adelantar el nacimiento de mi retoño cuando escuché de una tía abuela que en su época, para acelerar el parto, comían papaya. Partí al supermercado y me compré diez tarros de papaya en conserva, las que se volvieron mi alimento principal. No me sirvió de nada y sólo contribuyó a que terminara odiando dicha fruta.

No me quedó más remedio que internarme en el universo web para obtener tips que me ayudaran a obligar a mi retoño a dejar su calentito refugio. Leí que una manera muy efectiva era caminar, y así lo hice, comencé a dar largos paseos por los alrededores de mi casa, intentando obviar los treinta y cinco grados que hacían a mediados de febrero y rezando para que no se me derritieran las chalas en el camino. Lamentablemente esto tampoco surtió efecto y como resultado me dio una ciática terrible. 

Luego de probar todas las técnicas posibles abandoné la idea de expulsar a la fuerza a mi pobre retoño y comencé a esperar a que voluntariamente decidiera salir, ya que mal que mal, él había “pagado arriendo” hasta las cuarenta semanas.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

El prenatal (preparando el nido)


Por fin llegó el último día de trabajo y el inicio de tan esperado prenatal. Ese día llegué a la oficina radiante, con una sonrisa de oreja a oreja y más ganas que nunca de trabajar; se me olvidaron los achaques propios de la etapa del embarazo que estaba viviendo como la ciática, la tendinitis, los pies hinchados y el sueño.

Ya había hecho los traspasos de mis temas a las personas que se encargarían hasta la llegada de mi reemplazo, y ese día me dediqué a hacer vida social. Fui despidiéndome de cada uno de mis compañeros de labores; muchos besos y abrazos, buenos deseos y agradecimientos por los años de compartir día a día con ellos.

Las mujeres de mi oficina me tenían organizado un baby shower sorpresa al final de la jornada, y me quedé tomando tecito con ellas mientras me llenaban de regalos para mi futuro hijo. Me emocionó lo preocupadas y cariñosas, y lo conectadas que estaban con mi maternidad. Comprendí que habían vivido todo el proceso al igual que yo, desde una perspectiva ajena pero a la vez muy cercana ya que estuvieron ahí desde el primer día, acompañándome, viendo como me crecía la panza, escuchándome en mi experiencia y bajando conmigo a comprar al kiosco cuando me daban los antojos.

Ese día llegué a mi casa realmente feliz, por el cariño entregado en la oficina y porque comenzaba la libertad. El prenatal son unas vacaciones extra de seis semanas y media donde abundan los panoramas entretenidos porque cuando te embarazas te pones “de moda” y todo el mundo te invita a múltiples actividades: baby shower, tardes de piscina, almuerzos con las amigas, etc.

Leí, en alguna parte, que cuando uno está pronto a tener la guagua comienza una etapa de “preparación del nido” y las futuras madres enfocan sus energías en disponer todo para la llegada del nuevo integrante de la familia, y así lo hice. Iba a comprar las cosas que faltaban, me di el trabajo de lavar toda la ropa con detergente Popeye, ideal para las guaguas porque no les provoca alergia en la piel; corté las etiquetas de toda la ropita de Lorenzo para que éstas no le fueran a picar. Pelayo pintó la pieza color celeste y armó la cunita, yo me ocupé de la decoración.

También me dio por aprender a tejer en telar y le hice una maravillosa manta a mi retoño, aproveché de leer todas las cosas sobre madres e hijos que no había alcanzado y me vi todas las películas sobre el tema.

Mi doctor me autorizó a salir una semanita a la playa y sin dudarlo partí con dos amigas y Clarita, la hija pequeña de una de ellas, a gozar del litoral y escapar de los calores de la capital que eran cada día más insoportables.

Esa semana con Clarita vi lo que era ser madre, lo dependiente que son las guaguas y el trabajo que implica la maternidad; cada vez que bajábamos a la playa era como una mudanza. A la hora de comer, ahí estaba mi amiga preparándole la sopa de verduras y la fruta molida para luego sufrir la lluvia de comida en la ropa, la cara y todo lo que rodeaba a Clarita. Me di cuenta de que se me venía una gran responsabilidad y mucho trabajo.

Luego de esa semana me erradiqué en Santiago definitivamente, tenía treinta y cuatro semanas y el doctor me aconsejó que me mantuviera cerca de la clínica por si a Lorenzo se le ocurría salir antes. Con pocas ganas de aguantar el calor me dediqué a “empollar”. Digo empollar porque literalmente parecía gallina, todo el día sentada o acostada. El pobre Pelayo se convirtió en mi esclavo; llegaba de la oficina a servirme la comida, hacerme masajes en mis hinchados pies, satisfacer mis antojos y escuchar mis quejas que cada día eran más frecuentes.

Siempre había pensado que el prenatal era un poco innecesario pues en realidad uno era absolutamente capaz de trabajar hasta el último minuto ¡cómo me equivocaba! Me di cuenta que esas semanas sirven para ponerse en sintonía con lo que se viene y prepararse psicológicamente para el gran cambio que implica tener un hijo. Comencé a conectarme más con Lorenzo, él ocupaba el cien por ciento de mi mente durante el día; además que a esas alturas no me veía tomando el metro para ir a la oficina por mucho que algunos buenos samaritanos me cedieran el asiento a regañadientes.

Una gran aliada en esta etapa fue mi madre, que con mucha paciencia me llevaba a hacer las compras de las cosas que faltaban y me iba a buscar a mi departamento para llevarme a su casa a almorzar y a bañarme en la piscina.

Hasta el momento todo iba bien, pero lo que sigue quizás a muchas no les gustará: el mes ocho...

viernes, 13 de noviembre de 2015

La embarazada "califa"


Todo el mundo ha escuchado el mito de que las embarazadas se ponen cariñosas (por si alguien no entendió, me refiero a califa, hot, etc). Bueno, déjenme decirles que no es un mito, es la pura y santa verdad… a mí al menos, me pasó desde el mes cuatro en adelante.

La verdad es que jamás tuve el valor para preguntarle a mi mamá o a mis tías si esto era cierto o no por temor a que la respuesta fuera demasiado sincera y terminaran revelándome detalles que no estaba dispuesta a descubrir sobre su intimidad. Además que las viejas suelen entusiasmarse con los temas hot y seguro hubieran terminando preguntándome sobre mi propia vida sexual, algo que no pretendo discutir con las mujeres mayores de mi familia, al menos no por ahora.

Por otro lado, de mis pocas amigas que se han convertido en madres, ninguna jamás ha mencionado algo como esto y reconozco que nunca se me ocurrió preguntar, hasta aquella vez que pregunté…

Me acuerdo que hacía ya varias semanas me venía sintiendo extraña, como fogosa. Todo me parecía sensual (y sexual) y el pobre Pelayo no entendía por qué ahora me las daba de gatúbela y me acercaba por la cama ronroneando e insinuándome, mientras él, enfrascado en su libro de Paul Auster, me miraba con cara de interrogación. Intenten no imaginarse la escena pues quizás en sus mentes se verá súper erótica, pero una felina con panza, que se aproxima a duras penas gateando por la cama, y que muchas veces quedaba dada vuelta cual tortuga pataleando en el aire, no tiene nada de sexy créanme.

Al principio mi marido estaba feliz de que “le tocara” casi a diario, pero con el paso de las semanas la novedad de esta nueva versión hot mía tenía un poco agotado a Pelayo que extrañaba esas noches donde nos acostábamos, nos abrazábamos y veíamos How I meet your mother comiendo chocolate, matándonos de la risa, para luego darnos vuelta cada uno a su lado y dormir. Me atrevo a decir que hasta bajó algunos kilos, pues todo el mundo le preguntaba por qué estaba tan flaco y por supuesto yo no me daba por aludida ni imaginaba la responsabilidad que me cabía en ello.   

El caso es que estaba en un carrete femenino con un grupo de amigas y aprovechando el escenario de confianza (y que a esas alturas de la noche varias estaban “chambreadas” con la champaña y las piscolas que corrían sin cesar), lancé el comentario al aire así como que no quiere la cosa, a ver si alguien enganchaba con el tema… “no sé qué me pasa, últimamente ando súper califa y tengo puros sueños eróticos… ¿a alguna le ha pasado o soy yo la rara?”. Se produjo un silencio un poco incómodo y todas las caras se posaron sobre la mía que a esas alturas estaba de un color rojo carmín; estallaron en risa y no pude más que unirme al estrepitoso coro de carcajadas.

Cuando se calmaron las aguas mi amiga más experimentada tomó la palabra y con cara muy seria, como si de política internacional se tratara, me dijo que a ella le había pasado en todos su embarazos, que no son pocos (tres para ser exacta). Y de a poco todas las mamis del grupo se fueron relajando y contando sus experiencias.

Lo más chistoso es que a medida que iba pasando el rato y entrábamos en confianza, las lenguas se fueron soltando y el tema subió de tono. Comenzamos a contar nuestros “sueños eróticos” con lujo de detalle y me di cuenta, para mi tranquilidad, de que la mayoría soñaba con artistas de cine y galanes de teleseries, ¡algunas incluso con sus ex! Dejé de sentirme infiel, a lo Miriam Hernández cantando “Un hombre secreto”.

Recuerdo que el que más me visitaba en sueños y me miraba con cara de deseo era un personaje de una novela muy antigua, que, me atrevo a decir, es mi amor platónico oficial. No sé si recordarán a Ivo, aquel rubio con carita de niño bueno y bien sufrido de la teleserie argentina Muñeca Brava, ese con el que muchas de nosotras fantaseábamos que corríamos a sus brazos a consolarlo cuando las mujeres lo hacían llorar.

Otro que a veces hacía sus apariciones era Mel Gibson, versión joven eso sí, no el vejete arrugado que es ahora. Aunque no lo crean, antes de conocer a Ivo, Mel ocupaba el número uno de mi lista de amores platónicos y mientras todas mis amigas tapizaban su pieza con posters de Nick Carter y Brian, yo llenaba mis paredes con fotos de ese galancete de los ojos azules.

Con el paso de las semanas y el crecimiento de mi panza, la etapa hot fue amainando para dar paso a muchos otros sentimientos y sensaciones de los que ahondaré en los próximos capítulos. Al final del puerperio, ya ni para soñar me alcanzaba, puesto que dormir comenzó a ser un lujo asiático.



 

 

jueves, 15 de octubre de 2015

La "pica"

Cuando tenía unos cinco o seis meses comencé a experimentar una sensación algo extraña. Hace rato que ya me parecía que me estaba volviendo loca con tanto cambio, pero esto que estaba viviendo era totalmente nuevo y jamás se me había cruzado por la mente que me podría suceder algo así.



Aunque suene de lo más excéntrico, es la verdad. Cada vez que pasaba por el pasillo del supermercado donde venden los detergentes, suavizantes y todo tipo de productos de limpieza, sentía unas ganas locas de comerme lo que encontrara al paso, me daba un antojo voraz de comer…si… ¡detergente!

Luego de unos días pasé por el lado de una construcción y ese olorcito a tierra, cemento y mugre me hizo agua la boca. Lo atribuí a que era hora de almuerzo y el hambre me estaba jugando una mala pasada.

La gota que rebalsó el vaso fue una mañana que me estaba dando una ducha con un jabón Natura que me regaló una secre de la oficina, cuando de pronto me descubrí mirándolo con ganas de darle un mordisco. Reconozco que esos jabones huelen muy rico pero ¿tanto como para querer comérmelo? Aunque estaba sola y nadie sería testigo de aquel acto, me contuve de clavarle los colmillos a tan apetitoso bocadillo mañanero, pues no podría vivir conmigo misma sabiendo que comí jabón.

Empecé a preocuparme y a pensar que el problema era mi constante e insaciable hambre la que me hacía estar dispuesta a comer cualquier cosa… eso me asustó ¡¿qué sería de mí si hasta comer tierra era una opción con tal de echarme algo a la boca?! con los meses que me quedaban temía llegar como ballena al fin del embarazo, pero al paso que iba no me esperaba un destino más alentador.

Le comenté a Pelayo lo que me sucedía y él, muy empático, abrió los ojos como plato y me dijo sutilmente que el embarazo me estaba volviendo loca.

Un día en la mañana, como de costumbre, abrí un ojo y consulté a mi mejor amigo del momento, Babycenter, para ver qué novedades tenía para mí. Un poco dormida comencé a leer pero poco a poco y a medida que avanzaba en las líneas, la somnolencia comenzó a dar paso a la incredulidad. Mis ojos no daban crédito a lo que estaban leyendo.

De un salto me puse de pie y corrí al baño para mostrarle a Pelayo lo que había visto en el celular. El pobre estaba de lo más cantarín en la ducha y casi muere del susto cuando abrí la cortina con el celular en la mano gritando: ¡viste que no estoy loca!, esto que me pasa es una condición del embarazo y tiene hasta nombre, ¡se llama “la pica”!

Mi pobre marido no entendía nada de lo que estaba hablando, pero como hace tiempo decidió tener una postura zen frente a mis arranques inexplicables de locura, tomó la toalla que estaba a unos centímetros de él, se secó las manos y agarró el celular.

Cuento corto, ese día me enteré de que existe la pica, y no sólo eso ¡yo la estaba padeciendo! Según lo explicado por mi aplicación favorita, a algunas mujeres les pasa que durante el embarazo tiene ganas de comer cosas como tierra, ceniza, jabón, trozos de pintura de las paredes, yeso, cera, ¡pelos! y un sinfín de cosas raras y asquerosas. Se llama pica porque en latín así se le llama a la urraca (si, el pájaro aquel) que al parecer come de todo.

Como muchas otras cosas que te cuenta Babycenter, nadie sabe con certeza por qué pasa esto, la cosa es que pasa.

Por suerte mi amigo tuvo la amabilidad de prevenirme de no comer esas cosas pues existe una alta probabilidad de que me intoxique o de tener problemas digestivos si lo hago.

martes, 29 de septiembre de 2015

Se llamará...

Decidir el nombre del futuro integrante no es tarea fácil. Cuando era chica tenía miles de muñecas a las que llamé de variadas maneras; si me aburría de sus nombres se los cambiaba sin más y todos tan felices como siempre. Ahora no existía la posibilidad de cambiar el nombre si me aburría de él.



Otro tema era ponerse de acuerdo con Pelayo, ya que los nombres que a mí me gustaban a él no y lo mismo a la inversa. Se avecinaba una pelea y estaba dispuesta a dejarlo todo en la pista para lograr ganarla.

Un día estábamos los dos acostados en la cama conversando sobre los arreglos que haríamos en la nueva habitación de la guagua, los colores que usaríamos si era niño o niña y los adornos que compraríamos para lograr un espacio digno de catálogo de multitienda. De pronto surgió el tema del nombre y me di cuenta que aquel era el momento de dejar zanjado el asunto. Contrario a lo que yo pensaba, la conversación fue bastante civilizada y nos dimos cuenta que yo sólo tenía en mente nombres de hombre y Pelayo solo de mujer. Decidimos que si era niña él elegiría el nombre y si era niño lo haría yo; así concluyó el tema, sin haber corrido ni una gota de sangre.

Lo que no sabíamos era que todos los que nos rodeaban tenían algo que aportar, en especial nuestras familias. Y así comenzó la batalla del nombre.

Por un lado mi suegro quería que le pusiéramos Pelayo si era niño, ya que hacía cuatro generaciones que se seguía la tradición con el primer nieto. Yo me negaba a repetir el nombre de mi marido y destinar a mi guagua a ser Pelayito junior toda su vida, ¡no! Quería que él tuviera un nombre original y no uno repetido.

Por otro lado mi mamá soñaba con que le pusiéramos el nombre de su tía abuela Máxima a la que tanto había querido, y trataba de convencerme diciéndome que había sido una señora muy inteligente, llena de amigos, y para mejorar la oferta además había sido la primera mujer de la familia en estudiar una carrera universitaria. Nada de eso me importaba, me negaba a ponerle un nombre a mi hija que arriesgara bulling en el colegio.

Para sumar complicaciones, mis hermanas tenía un listado de nombres que habían “reservado” para sus futuros retoños, y éstos estaban prohibidos. Les advertí que el asunto era por orden de llegada y si no se ponían a tener guaguas para utilizar esos nombres, yo estaba en plena libertad de hacer uso de ellos sin preguntarle a nadie.

Recuerdo que un tiempo, con Pelayo nos dio por buscar los nombres más usados en el Registro Civil, en internet, en Google y en cualquier lado que pudiera orientarnos para no ponerle a nuestra guagua un nombre que luego se repetiría en la mitad de sus compañeritos de curso.

Llegó el día de la ecografía que nos diría con un ochenta por ciento de certeza el sexo de nuestra guagua. Estaba muy ansiosa aunque no sé por qué, si en realidad no me importaba si era niño o niña, solo quería que naciera sano.

Estaba recostada en la camilla con la panza llena de gel y el doctor pasándome la máquina de ecografía de un lado a otro, describiendo lo que veía; yo ya no daba más de la intriga, y al parecer Pelayo estaba igual porque no aguantó y le preguntó que veía, si un hombrecito o una mujercita. Nos miró divertido y nos dijo “miren, ahí se ve el tanque”.

Ahora que ya sabíamos que nuestro porotito era niño teníamos que comenzar a llamarlo por su nombre, por lo que urgía decidirlo. Estaba pensando en esto camino de la oficina a la casa cuando de pronto me pasó por delante un niño de aproximadamente dos años. Me quedé mirándolo, imaginando que algún día mi guagua también estaría por ahí correteando, cuando su madre lo llama “¡Lorenzo ven, que nos vamos a la casa!” Lorenzo… que lindo nombre y muy original, así se llamaría mi guagua.

Me costó convencer a Pelayo porque encontraba que era un poco “alternativo”, pero luego de mucho persuadirlo quedamos en que ese sería el nombre del nuevo integrante de la familia.

lunes, 28 de septiembre de 2015

El embarazo, la comida y el carrete

Cuando te pones “en campaña” sabes que tarde o temprano habrá un gran cambio en muchos aspectos de tu vida y estás más que dispuesta a enfrentarlos, pero realmente esto no lo dimensionas hasta que ya estás embarazada.



En la primera cita al doctor te encuentras con dos cosas: la felicidad de la confirmación del embarazo y la desdicha de todas las cosas de las que te verás privada por al menos nueve meses.

Toda embarazada sabe que no debe comer cosas crudas, lo que nunca se ha sentado a pensar es cuántas cosas incluye esto. No puedes comer ningún queso de dudosa procedencia a riesgo de que no esté pasteurizado, olvídate del exquisito queso artesanal que venden en los peajes, de los quesos blandos o que tengan hongos tales como el camembert, el brie y el azul. Demás está decir que el sushi está absolutamente prohibido y no salvarás pidiendo aquellos que vienen calientes y en teoría cocidos, ya que el problema es la contaminación cruzada, tema que recién hoy parecieras descubrir que existe. Olvídate de los ricos asados con la carne roja, ya que si no está cocida como suela está prohibida.

Pero no todo es tan malo, ya que el hecho de estar embarazada te permite darte esos gustitos que antes no te dabas por temor a la gordura. No es que ya no le temamos pero sabemos que cualquier kilo de más será atribuido al embarazo y no tendremos que preocuparnos por ellos hasta mucho tiempo más; además todo el mundo te dice que con la lactancia bajarás de peso.

Según experiencia el embarazo se divide en tres etapas en cuanto al tema alimentación:

Las primeras semanas no me sentía muy bien, comenzaron las náuseas y no tenía muchas ganas de comer. De vez en cuando de daban ganas de algo en particular y ahí me di cuenta de que lo que tenía no eran antojos si no que solo toleraba algunos alimentos. Una semana me dio por comer doritos de queso; en otra oportunidad sólo comí obleas de vainilla por dos días. Las mejores aliadas durante todo el embarazo fueron las pequeñas mandarinas que me quitaban las náuseas y me refrescaban.

Alrededor del mes cinco todo comenzó a traducirse en comida. Sentía hambre todo el día y mientras tomaba mi desayuno pensaba en el almuerzo, al almorzar pensaba en el té y así. Bajaba de la oficina al kiosco de la esquina al menos tres veces al día y volvía con chocolates, papas fritas y galletas que me devoraba en el ascensor de vuelta. Esta situación se mantuvo hasta que fui a control con mi doctor y me subió a la pesa, ahí entré en pánico ya que había engordado tres kilos en el último mes y no podía seguir así.

La tercera fase de la comida se dio ya en el último mes, cuando la guagua usaba tanto espacio que no dejaba lugar a la comida que yo ingería. Esta situación me parecía perfecta porque así pararía de subir de peso, ya que acercaba vertiginosamente la dieta estricta.

Otro tema importante fue lo que me pasó con el carrete, este tema también tuvo etapas:

Llegó el día de mi primer carrete embarazada y figuraba yo tranquilamente tomando mi sprite zero (al principio ni coca cola tomaba por la cafeína), intentando hacerme la cool porque mi mayor temor era que la gente pensara que yo era de esas típicas mujeres que se embarazan y se ponen fomes porque no pueden tomar trago. Con el paso de las horas fui notando como el resto de los comensales se entonaba con el alcohol y comenzaba a hablar más y más fuerte, escupiendo todo a su paso e intentando imponerse por sobre la música que a esas alturas estaba a decibeles bastante elevados. Me costaba seguir el hilo de la conversación que cada vez perdía más sentido, además imaginaba a mi porotito respirando el aire gris del cigarro y me daban escalofríos.

Luego de mucho esfuerzo por mantenerme atenta a lo que ocurría a mí alrededor le pedí a Pelayo que nos fuéramos porque ya estaba muy cansada (y aterrada). Cuando por fin me puse el pijama y me acosté, me quedé pensando en todos los futuros carretes que se venían y caí en cuenta que sería una tarea difícil acostumbrarme a ellos. Tenía dos opciones: o cambiaba de amigos y comenzaba a juntarme con un grupo religioso abstemio o me acostumbraba a la situación y aprendía a vivir con ello. Me decidí por lo segundo.

A los cuatro meses ya me había acostumbrado a los carretes. Disfrutaba el paso de la noche y el alcohol en el resto de la gente, me reía de las cosas que conversaban y lo más genial era que al día siguiente era de las pocas que recordaba con lujo de detalles todo lo que había sucedido la noche anterior, además era la chofer designada por lo que nos íbamos cuando yo lo decidía, sin derecho al pataleo.
A partir de los siete meses y medio todo cambió radicalmente. El sueño me invadió de una manera bestial y sólo quería estar en posición horizontal en mi cama con todo lo necesario a menos de medio metro de distancia: control remoto, botella de agua, algún snack, celular, etc. Hacía un  gran esfuerzo por salir porque sabía que cuando naciera la guagua estaría varias semanas encerrada, aunque cada día me esforzaba menos. Con el mal genio que traía por los malestares del embarazo de pies hinchados, ganas de ir al baño cada dos minutos, dolor de espalda y cansancio general, ya no me parecían divertidos los borrachos que cada dos minutos tocaban y le conversaban a mi prominente panza. Dirán que me puse amargada y ¡sí, lo hice ¿y qué?! Ya no me importaba ser la embarazada cool y cuando podía me quejaba a quien quisiera escucharme sobre las patadas en las costillas que recibía a diario, lo poco que dormía en la noche y el calor insoportable que sentía. Me convertí en la embarazada del terror.

martes, 15 de septiembre de 2015

La primera ecografía


 

Toda mujer embarazada sueña con el día de la primera ecografía para ver a su retoño, escuchar su corazoncito y cerciorarse de que todo anda bien. Bueno, en mi caso fue un poco más dramático, por no decir TERRORÍFICO

Un miércoles cualquiera, cuando ya tenía cinco semanas de gestación, comencé con un dolor de estómago leve. No le di importancia y me fui a mi casa después de la oficina, esperando que con una siesta se me pasara. Al cabo de unas horas el dolor se había vuelto insoportable y toda clase de ideas locas comenzaron a circular por mi cabeza: que la guagua se estaba implantando en cualquier lugar, que estaba teniendo un aborto espontáneo o que me habían intoxicado con algo y el bebé corría peligro. Todas esas historias de terror que me había contado comenzaron a hacerse reales en mi cabeza.

Pelayo llegó de la oficina, me encontró hecha un bollo sobre la cama y entró en pánico. Nos subimos al auto y emprendimos la odisea a la clínica Santa María, porque eran las siete de la tarde y como todos saben la ciudad de Santiago se caracteriza por sus “horas del taco”, que últimamente son todas las horas del día.

Mientras yo gritaba de dolor Pelayo gritaba a los conductores. Llevábamos cuarenta minutos en el auto y ya no aguantaba más, estaba muy asustada y veía cada vez más lejano el sueño de ser madre.

Nos acercábamos a la Clínica Indisa y vi una luz al final del túnel, le pedí a Pelayo que me dejara ahí, ya que aun cuando la otra clínica está a solo unas cuadras, con el taco que había se traduciría en al menos media hora más, y no estaba dispuesta a esperar ni un minuto. Me bajé en la urgencia y entré caminando apenas, mientras Pelayo iba a estacionar el auto; me acerqué al mesón de ingresos sin importar si había gente en espera ya que en ese momento sólo me importaba que me atendieran rápido para salvar a mi guagua, y le dije a la recepcionista que estaba con un dolor insoportable y que tenía cinco semanas de embarazo, ella rápidamente me ingresó y por fin me sentí segura.

Llegó el doctor y me preguntó que sentía, le describí todo desde que había comenzado con el dolor hasta ese mismo momento y él determinó que lo primero era hacer una ecografía para ver que la guagua estaba bien. Muchas mujeres me han dicho que la primera ecografía es un momento mágico, yo en cambio lloraba en una mezcla de dolor, emoción y tranquilidad de que el problema no era con la guagua, pero lo que menos había en el ambiente era magia. Pelayo soltó un lagrimón cuando escuchó los latidos del corazón que sonaban fuerte y rápido, signo de que estaba todo en orden y que nuestro hijo crecía sano y ajeno al dolor que estaba sintiendo yo en ese momento.

Luego de confirmar que el embarazo estaba bien, me envió a hacer múltiples exámenes para determinar la causa del dolor. Finalmente me dijo que tenía apendicitis y había que operarme lo antes posible. Estaba muy asustada por lo que la anestesia le podría hacer a mi guagua, y aunque existían riesgos no había opción, el doctor había sido tajante al decir “o te opero o te mueres”. Probablemente no usó esas palabras tan duras, pero en mi cabeza tengo un poco dramatizada la situación.

Llegó una enfermera a ponerme calmantes a la vena, pero esta señora no era muy experta en poner vías y me pinchó varias veces en cada brazo ya que según ella por, culpa de mi nerviosismo no encontraba la vena; yo sólo gritaba que ¡como esperaba que no estuviera nerviosa si me iban a operar y estaba embarazada! Finalmente llegó otra persona bastante más experta y logró ponerme el calmante, el problema es que por estar embarazada sólo podían darme Viadil, que para una apendicitis es lo mismo que intentar tapar el sol con un dedo.

Al día siguiente pedí que me hicieran una ecografía para ver cómo iba todo, y nos encontramos con la grata noticia de que su corazón seguía latiendo con la misma fuerza que ayer. En ese momento supe que mi porotito sería un luchador.
Desde pequeña me había preguntado cómo sería el día en que me diera apendicitis, esto porque a un primo le había dado cuando teníamos siete años, y me había quedado marcado como gritaba de dolor el pobre. Me imaginé todo tipo de posibilidades, pero jamás imagine que sería en estas condiciones. Luego me enteré que es bastante normal que a las embarazadas les dé, ya que el movimiento interno que implica el crecimiento del útero por el nuevo ocupante al parecer molesta a todos en ese sector, haciendo que el apéndice se inflame.

viernes, 14 de agosto de 2015

Múltiples aplicaciones



Cuando estás embarazada te das cuenta de que la tecnología está de tu lado ya que existen un sinfín de aplicaciones para todos los gustos que te van contando los días de gestación, la evolución del bebé, los cambios en tu cuerpo y  estado de ánimo, etc. Yo elegí la aplicación llamada Babycenter, una de las más populares de la red, a recomendación de una amiga que acababa de tener guagua.
 
Cuando te embarazas tus amigas que ya han parido pasan a ser una especie de gurús en el tema y recurres a ellas preguntándoles todo tipo de cosas, algunas muy privadas, porque confías en que todo lo saben porque ya pasaron por ese proceso. Ya llegará tu momento de ser la gurú de la próxima embarazada y podrás traspasar los conocimientos adquiridos.
 
La aplicación en principio fue bastante útil ya que todos los días aportaba información sobre la evolución del embarazo, de qué tamaño debía estar mi bebé de acuerdo al tiempo de gestación, cuál era mi peso ideal en cada momento, tenía videos sobre diferentes formas de dar a luz, etc. Pero lo que comenzó como una herramienta a mi favor poco a poco se volvió un arma de doble filo. Comencé a notar que mi guagua siempre estaba más grande de lo que debía según las indicaciones de la aplicación; mi peso nunca era el ideal porque siempre estaba pasada en un par de kilos al menos.
 
Además mostraban unos videos de personas pariendo en unas piscinas donde todo era sangre y cosas raras que nunca logré ni intenté identificar; mujeres pariendo en posiciones muy exóticas que claramente yo no tenía intenciones de probar; algunas que de un puje tenían a su guagua en los brazos lo que sabía a mí no me sucedería; y otras gritando desgarradoramente haciendo parecer la escena una película de terror. Esto sólo provocó que aumentara la ansiedad por el parto y que comenzara a pensar que éste no tenía nada de natural, ya que no podía ser normal que saliera una guagua tan grande por un orificio tan pequeño.


Me vi en la obligación de investigar otras aplicaciones que dijeran lo que yo quería escuchar, porque hay que reconocer que las embarazadas quieren escuchar lo que quieren escuchar. Navegando por el universo web me encontré con Gestograma, pero luego de un tiempo me di cuenta de que era lo mismo que la anterior. También probé con Happy Pregnancy que tenía por objeto ir registrando los aumentos de peso para que estos fueran controlados, pero solo contribuyó a que comenzara a entrar en pánico por la gordura que se avecinaba en forma inminente.
 
Por último bajé la aplicación I’m Expecting que servía para compartir experiencias con otros padres, lo que tampoco fue muy útil ya que la mayoría de los usuarios hablaban en inglés, idioma que no se me da fácil; al final no entendía ni la mitad de lo que me compartían y ocupar el traductor de internet se volvió un trabajo extra que no estaba dispuesta a hacer.
 
Siempre supe que no sería la embarazada perfecta, esa que cuando las ves por detrás no te das cuenta de que tiene una guata de ocho meses. Cuando lo asumí decidí que me quedaría con la aplicación Babycenter y haría caso sólo en aquello que me acomodara; esta decisión más que por sanidad mental fue porque la memoria de mi celular estaba colapsando y si no hacía algo al respecto pronto serviría solo de chatarra.
 

lunes, 20 de julio de 2015

Contando la noticia

Llegó el momento de hacer pública la noticia, y junto con ello comenzaron las historias de terror. Y es que la gente no sé si con afán de ayudar o de joder, siempre tiene una historia terrible que contar. Que su amiga Pepita perdió la guagua a las 5 semanas; que a la Juanita le dio listeria por comerse un queso y perdió la guagua, que la Periquita tuvo un embarazo maravilloso pero que el parto fue digno de una película de Tarantino. No entiendo esa manía, si basta con contar algo para que llegue la típica aguafiestas a comentarte lo peor del asunto. Lo mismo sucede cuando uno cuenta que se casa, salen las historias de personas que se amaban pero que duraron dos semanas casados sin explicación aparente.

Con Pelayo empezamos a pensar en la manera más divertida de contarles la noticia a nuestros padres. Entenderán que no es llegar y decirlo, ya que probablemente es uno de los momentos más importantes de nuestras vidas. Finalmente se nos ocurrió que a sus papás les compraríamos unos tutos de guagua para ver si al entregárselos entendían la indirecta; luego veríamos como le contaríamos a mis papás.

La primera en enterarse de la noticia fue mi suegra. Nos juntamos a almorzar en el Nolita, un restorán medio pituco, por lo que iba decidida a no emocionarme hasta las lágrimas porque me daba vergüenza hacer el loco en un lugar público y de esa categoría. Le entregamos el paquete con el tuto adentro y en cuanto lo abrió cayó en cuenta de lo que estábamos tratando de decirle y comenzó a llorar mientras nos abrazaba repetidas veces. Con una fuerza estoica logré mi cometido de no derramar lágrimas delante de los comensales que almorzaban a nuestro lado, quienes miraban sin pudor la escena. Les faltó poco para aplaudirnos.

Se acercaba el momento de contarle a mis padres y a mi suegro. El domingo siguiente era el día del padre, ocasión ideal para decirles que además de padres sería abuelos ¡que mejor regalo! Ya teníamos comprado el tuto para mi suegro, pero aún no sabíamos cómo decirle a mis papás. Finalmente se me ocurrió hacerle una tarjeta de regalo con la información de que sus días solo como padre habían llegado a su fin ya que de ahora en adelante debía entrenarse para ser también abuelo.

Ese domingo nos despertamos muy nerviosos y partimos a almorzar donde mis papás. Casi no pude comer de lo ansiosa que estaba, solo quería que llegara el momento de la entrega de los regalos. Esperé a que todos mis hermanos le dieran el suyo para dejar el que yo consideraba el regalo estrella para el final; Pelayo se encargaría de grabar con el celular la reacción de todos. Como se pueden imaginar la noticia fue recibida con gritos, lágrimas y abrazos; fue muy emocionante y esta vez no tuve que contener las lágrimas porque estaba en confianza y no me importaba hacer el loco. Lo mejor de todo es que el momento quedó inmortalizado y nuestro retoño lo podrá ver cuando tenga la edad suficiente para entender que su familia está un poco loca, pero que debe quererlos igual.

Solo faltaba contarle a mi suegro, asique partimos a su casa a entregarle su regalo del día del padre. Cuando llegamos nos encontramos con que estaba toda la familia reunida, sus hermanas y sobrinos, lo que hizo que la celebración de la noticia fuera en grande. Mi suegro estaba tan emocionado que llamó por teléfono a mi cuñado en Suecia para contarle que la familia tendría un nuevo integrante, y ella de la emoción comenzó a llorar por lo que nunca más logramos entender lo que nos decía.

Al momento de contar a nuestros amigos creímos que lo más efectivo sería enviar un mensaje a todos juntos, para que nadie pudiera quejarse de que fue el último en saber. Así lo hicimos y espontáneamente surgió la idea de celebrar la gran noticia. Salió el típico amigo motivado que presta la casa para todos los acontecimientos, importantes y no tan importantes, y en un dos por tres tenía un gran evento armado. Nos juntamos a tomar unos tragos y brindar por el nuevo miembro de la familia que venía en camino. En ese momento me di cuenta de que mis días de carrete intenso habían llegado a su fin ya que me había convertido en la “mami” del grupo.

Y como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, llegó el momento de contar la noticia a mis jefes, si jefes en plural porque a diferencia de algunos yo tengo dos jefes, y con ello doble presión. No sé por qué pero estaba muy nerviosa, me sentía como una colegiala que tiene que ir a contarles a sus estrictos padres que se ha quedado embarazada del pololo también colegial con el que lleva tres meses de noviazgo. Uno de mis jefes se lo tomó muy bien, me felicitó y ofreció cualquier tipo de ayuda en lo que necesitara; y es que él tiene siete hijos y su mujer ha pasado siete veces por una situación similar por lo que entiende de estas cosas; el otro se limitó a decirme fríamente que me encargara de que todo quedara ordenado para cuando llegara el momento de comenzar mi prenatal. Cuando se lo conté a Pelayo se enfureció por esta reacción tan poco empática y me dijo que no me preocupara, que amargados había en todos lados y que probablemente él estaba solo en la vida y por eso no se alegraba de la noticia. La verdad es que a mí no me importó mucho ya que solo quedaban unos meses para dejar de verle la cara por un buen tiempo.

Desde ese momento respiré tranquila y comencé a disfrutar mi embarazo y a tomarme el trabajo con relajo, demasiado relajo en realidad. La mitad del tiempo lo ocupaba pensando en lo que había que comprar; metida en páginas de internet, foros y tutoriales para madres primerizas. De a poco empecé a desligarme de los temas de la pega, con la idea de que en unos meses más llegaría el esperado prenatal y alguien más se haría cargo de mis cosas.

por Alma Vidaurre

“En campaña”

 Estábamos con Pelayo, mi marido, de viaje en una maravillosa playa del caribe tomando piña colada en una hamaca, cuando surgió por primera vez el tema: “¿cuándo tendremos guagua?”. Ya no recuerdo quién comenzó la conversación, pero era algo de lo que tarde o temprano hablaríamos. Llevábamos ocho meses casados y los dos queríamos tener hijos, la pregunta era ¿cuándo?
Lo conversamos en un tono de total relajo y decidimos que a fin de año, en un par de meses más, sería un buen momento para comenzar la “campaña”, ese período al que toda pareja en especial la mujer, teme por la presión que implica y el terror a no lograrlo. Existe un miedo generalizado en todas las mujeres a no poder quedar embarazada. No sé a qué se deberá, quizás por la imposición que desde pequeñas nos impone la sociedad con el estereotipo de la mujer madre que cuida a la muñeca/guagua, que además cada día parecen más reales! Van al baño, vomitan y lloran como bebés, es un poco aterrador.

En fin, pasaron las últimas semanas de relajo, aunque ni tan relajadas porque comencé a tomar el famoso ácido fólico que es una patilla que puede prevenir defectos de nacimiento en el cerebro y la columna vertebral del bebé. Si bien esta no tiene efectos secundarios, uno ya entra en el “modo en campaña” y de a poco comienza la ansiedad.

Por fin llegó el día en que me tomé la última pastilla anticonceptiva. Ese día sentí que dejaba de ser una joven y alocada para pasar al estado de pre-madre, un estado donde te baja la responsabilidad y empiezas a creer que has madurado; luego de un tiempo te das cuenta de que eres la misma mujer inmadura de siempre solo que ahora estás “en campaña”, y eso da paso para que desees darte los últimos permisos antes de que el embarazo te restrinja lo que comes, lo que tomas, a donde vas y qué compras. Pasas del estado pre-madre al full-carrete porque sabes que cuando estés embarazada se acabó el chipe libre y serás el chofer designado por los próximos nueves meses y más.

Comenzó la campaña y con esto la parte entretenida del asunto: ¡tirar tirar que el mundo se va a acabar! Al principio es genial, muy romántico, con mucha energía y unas ganas locas de lograrlo lo antes posible. Y es que cuando las parejas se deciden a tener guagua por lo general quieren que sea ahora ya. Con el paso de los meses la energía y el romanticismo se van agotando y comienza la desesperación; cada vez que a la mujer le llega el período menstrual la casa se convierte en un funeral y hay cinco días de caras largas y lágrimas hasta que éste se termina y comienza la batalla otra vez. Llega un punto en que le dices adiós a las posiciones sexys y comienzan las posiciones útiles, que son aquellas que en alguna parte leíste o te contaron que favorecen el flujo de los espermatozoides al óvulo, y en un abrir y cerrar de ojos te ves con miles de cojines bajo la cola o haciendo la posición vela.

Así estuvimos unos seis meses, tratando de no perder las esperanzas. Los doctores te dicen que lo normal es demorarse hasta un año; lo que no consideran es que ¡uno quiere la guagua para ayer! Por eso cuando ya llevábamos como tres meses “en campaña”, comencé a presionar a mi doctor para que “apuráramos” el asunto. Cabe mencionar que a los quince años me diagnosticaron ovarios poliquísticos, y la doctora tuvo la delicadeza de decirme que probablemente me costaría embarazarme. Estas palabras quedaron grabadas a fuego desde ese momento, y al decidir tener guagua afloraron con toda su fuerza y se instalaron en mi cabeza de manera permanente.

Como tenía esta condición mis reglas nunca fueron muy regulares, lo que desde la adolescencia fue una ventaja ya que por razones que desconozco, siempre se saltaba los veranos. Por ello nunca tuve el drama de “estar enferma” justo cuando había paseo a la playa o asado con piscina, el eterno drama de mis amigas que salvaban de no bañarse con un clásico “no tengo calor” cuando todos sabíamos la razón real por la cual no se ponían bikini. Pero ahora lo que parecía un don se había convertido en una maldición. Sin un ciclo regular no tenía ni la más remota idea de cuándo me tocaba el período, lo que se tradujo en hacerme al menos 20 test de embarazo antes de ver las dos rayitas. Era tanta mi psicosis que me los compraba a escondidas de Pelayo, que me retaba cada vez que me hacía uno sin razón, porque decía que eso sólo contribuía a generar más ansiedad y presión. Lo que él no sabía pero sospechaba era que yo ya estaba al borde de la locura.

En este estado de desestructuración mental fui donde mi doctor a exigirle respuestas. Yo creo que los ginecólogos pasan varios semestres estudiando psicología, porque lidiar con una mujer “en campaña” puede volver loco a cualquiera. Luego me daría cuenta que lidiar con una mujer embarazada podía ser infinitamente peor.

Mi doctor, con una calma y paciencia envidiables, me hizo un plan de contingencia. Me mandó a tomar unas pastillas para forzar a que me llegara la regla y terminar con la psicosis de los test de embarazo, además así lograría ovular ordenadamente lo que aumentaría las probabilidades. Partí el tratamiento feliz, pensando que esto aceleraría las cosas y por fin quedaría embarazada. El problema fue que el doctor no me advirtió que las famosas pastillas tenían como efectos secundarios síntomas de embarazo tales como mareos, náuseas, hinchazón y dolor en los pechos. Al primer mes me juraba embarazada, y como la mesura no es una virtud con la que haya nacido a los veintiocho días clavados partí a comprarme un test; creo que pueden anticipar cuál fue el resultado. En ese momento, contrario a lo que podrían pensar, no entré en pánico si no que decidí que intentaría relajarme ya que dicen que mientras más histérica, los espermatozoides y los óvulos más flojos se ponen; pareciera que lo hacen para proteger al futuro bebé de nacer con una madre desquiciada.

Pasamos dos meses en esto y el relajo fingido en el que estaba comenzó a desaparecer. Volví donde mi doctor para cambiar a plan B, decidida a no fallar esta vez. Me dijo que siguiéramos con la mismas pastillas, pero a diferencia de los meses anteriores, cuando me llegara el período haríamos una ecografía para determinar en qué parte del ciclo iba y así calcular los días en que estaría fértil. Me pareció un plan perfecto, sobre todo porque siempre he sido muy organizada y poder anotar en mi agenda que día me llegaría la regla y mejor aún que día estaría fértil ¡era perfecto!

Convencida de que esta vez no entraría en pánico, comencé con este plan b. Estaba tan entusiasmada que pequé de organizada; calculé los días que tendría que tomar las pastillas, los días de regla y dejé pedida la hora para la ecografía ¡nada podía fallar! Pasó el tiempo, se terminaron las pastillas y comenzó la espera a que llegara el período. Pasaban los días, se acercaba el momento de la ecografía y aún no había resultados del tratamiento.

Recuerdo que un domingo compré el veintiunavo test de embarazo que salió negativo, el lunes partí al doctor a hacerme la ecografía, aun cuando sabía que sin la regla no serviría de nada. El doctor me dijo que veía las paredes del endometrio bastante gruesas, lo que significaba que la regla debería llegar si no ese día, al día siguiente. Me fui tranquila a la casa a esperar para pedir hora a la ecografía, ya que no estaba dispuesta a hacer el loco otra vez y llegar sin nada que mostrar.
Al día siguiente aún no había noticias de mi período. Ya estaba bastante cansada del tema, y casi por inercia partí a comprarme un test, obviamente a escondidas de Pelayo. Estaba sentada en el escusado esperando el resultado con la idea de que saldría negativo como los anteriores, cuando de pronto miro la varita y las veo ¡dos triunfantes rayitas azules! No lo podía creer, hace dos días el test había salido negativo y el doctor ayer no había visto nada; debía ser un error, un cruel y terrible error.

Corrí a llamar a Pelayo para contarle lo sucedido, a riesgo de que me retara otra vez, y pedirle que pasara a comprar otro test para repetir la prueba y confirmar el positivo. En el momento que el celular comenzó a sonar escuché que estaba metiendo la llave en la puerta; no alcanzó a entrar cuando me abalancé con mis dos rayitas en la mano y le conté con lujo de detalle los acontecimientos de la última hora. Un poco incrédulo partió a la farmacia más cercana a comprar otra prueba de embarazo, mientras yo esperaba hecha una loca en la casa. Se demoró unos diez minutos, los más largos de mi vida, y en cuanto llegó le arrebaté la bolsa de las manos y corrí al baño.

Nos miramos largo rato, con las dos rayitas que confirmaban el embarazo en la mano. Estábamos tan anonadados que no pudimos ni celebrar, solo acordamos ir a hacer un examen de sangre para despejar toda duda, luego podríamos cantar victoria y contar a nuestros seres queridos.

Podrán imaginar que esa noche no pegué una pestaña, estaba muy feliz pero a la vez asustada de que todo fuera una falsa alarma.

Al día siguiente partí a la oficina con un nudo en la guata, sin poder dejar de pensar en la situación que estaba viviendo. Pasé al lado de una farmacia y como ya era costumbre compré una prueba de embarazo, sólo para disipar dudas. Sé que a estas alturas piensas que estoy loca de patio pero díganme ¿qué hubieran hecho ustedes? es difícil creer que algo que has esperado tanto por fin ha llegado.

En la tarde fui a hacerme el examen de sangre y me encontré con que este demoraría dos días en estar listo. No lo podía creer ¡tendría que pasar dos días más de interminable espera! En ese momento me propuse no seguir gastando plata en test de embarazo y esperar con paciencia, y así fue, no sé cómo lo logré en calma y ocupada en otros asuntos de la oficina. Finalmente fui a buscar los resultados y me encontré con la feliz sorpresa de que estaba embarazada; luego mi doctor me confirmaría que tenía cuatro semanas de gestación.

por Alma Vidaurre