martes, 29 de diciembre de 2015

El octavo mes


Debo agradecer que mi embarazo de Lorenzo fue súper bueno; sólo sufrí de náuseas y mareos las primeras semanas, pero en general me sentía muy bien y pude hacer mi vida con total normalidad. Esto, durante los primero siete meses ya que el octavo mes todo cambió…

Lorenzo siempre fue una guagua grande, estaba en el percentil noventa. La verdad es que hasta el día de hoy no sé qué significa eso pero puedo concluir que si el máximo es cien, noventa está bastante cerca. Por ello mi panza afloró como  los tres meses y de ahí en adelante crecía por días a una velocidad vertiginosa; aunque culpar solo a la guagua sería injusto, también aportaron las golosinas que comí sin culpa los primeros meses.

Por un lado fue bueno, porque ese período del embarazo en que no pareces una futura madre sino más bien una gordita flácida, pasó casi inadvertido. Pronto me encontré con la pancita redondita y perfecta, que después se convertiría en una gigantesca panza muy alejada de lo estéticamente perfecto.

Podrán pensar que soy exagerada pero no les miento cuando les digo que el día que cumplí los ocho meses de gestación, mi embarazo dio un giro inesperado. Dejé de ser la embarazada ideal, pasé a ser la típica mal genio que sueña con que la guagua se adelante para dejar de sentir constante incomodidad. No tenía posición para dormir, aunque a esas alturas mis intervalos de sueño no duraban más de dos horas porque me despertaba para ir al baño.

Al octavo mes Lorenzo ya era enorme y ocupaba más de la mitad de mi cuerpo. Tenía sus piececitos incrustados en mis costillas y cada vez que, con muchísima dificultad, me sentaba, él hacía notar su incomodidad dando pataditas. Al principio me parecían tiernas pero ahora las sentía como una venganza por no ofrecer más espacio en mi útero.

Además apareció la temida “acidez” que da por ingerir cualquier cosa, incluso agua. Y como estaba embarazada y no podía tomar cualquier remedio, debía comprarme un antiácido que, a mi parecer, era lo mismo que nada.

Otro tema no menor es la intimidad con tu marido. Ésta fue bastante normal durante todo el embarazo, o mejor que normal, pero todo cambió el octavo mes porque la prominente panza me hacía ver como una ballena, y sintiéndome así no quería desnudarme ni frente al espejo, además mi movilidad se vio mermada en un noventa por ciento..

Llegó un punto en el que dejamos de intentar tener sexo, y nos limitábamos a abrazarnos. Así estuvimos algunas semanas hasta que el doctor me dijo que una manera de acelerar el parto era teniendo relaciones, y comencé a perseguir a Pelayo para que, tal como todo había comenzado, le pusiéramos fin (tiene lógica que todo termine de la misma manera como empezó). Me costaba convencerlo porque al pobre le daba pena ver mis esfuerzos por moverme. Lamentablemente esto no dio resultado.

Ya había abandonado las esperanzas de adelantar el nacimiento de mi retoño cuando escuché de una tía abuela que en su época, para acelerar el parto, comían papaya. Partí al supermercado y me compré diez tarros de papaya en conserva, las que se volvieron mi alimento principal. No me sirvió de nada y sólo contribuyó a que terminara odiando dicha fruta.

No me quedó más remedio que internarme en el universo web para obtener tips que me ayudaran a obligar a mi retoño a dejar su calentito refugio. Leí que una manera muy efectiva era caminar, y así lo hice, comencé a dar largos paseos por los alrededores de mi casa, intentando obviar los treinta y cinco grados que hacían a mediados de febrero y rezando para que no se me derritieran las chalas en el camino. Lamentablemente esto tampoco surtió efecto y como resultado me dio una ciática terrible. 

Luego de probar todas las técnicas posibles abandoné la idea de expulsar a la fuerza a mi pobre retoño y comencé a esperar a que voluntariamente decidiera salir, ya que mal que mal, él había “pagado arriendo” hasta las cuarenta semanas.

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