Debo
agradecer que mi embarazo de Lorenzo fue súper bueno; sólo sufrí de náuseas y
mareos las primeras semanas, pero en general me sentía muy bien y pude hacer mi
vida con total normalidad. Esto, durante los primero siete meses ya que el
octavo mes todo cambió…
Lorenzo siempre fue una guagua
grande, estaba en el percentil noventa. La verdad es que hasta el día de hoy no
sé qué significa eso pero puedo concluir que si el máximo es cien, noventa está
bastante cerca. Por ello mi panza afloró como
los tres meses y de ahí en adelante crecía por días a una velocidad
vertiginosa; aunque culpar solo a la guagua sería injusto, también aportaron
las golosinas que comí sin culpa los primeros meses.
Por un lado fue bueno, porque
ese período del embarazo en que no pareces una futura madre sino más bien una
gordita flácida, pasó casi inadvertido. Pronto me encontré con la pancita
redondita y perfecta, que después se convertiría en una gigantesca panza muy
alejada de lo estéticamente perfecto.
Podrán pensar que soy exagerada
pero no les miento cuando les digo que el día que cumplí los ocho meses de
gestación, mi embarazo dio un giro inesperado. Dejé de ser la embarazada ideal,
pasé a ser la típica mal genio que sueña con que la guagua se adelante para
dejar de sentir constante incomodidad. No tenía posición para dormir, aunque a
esas alturas mis intervalos de sueño no duraban más de dos horas porque me
despertaba para ir al baño.
Al octavo mes Lorenzo ya era
enorme y ocupaba más de la mitad de mi cuerpo. Tenía sus piececitos incrustados
en mis costillas y cada vez que, con muchísima dificultad, me sentaba, él hacía
notar su incomodidad dando pataditas. Al principio me parecían tiernas pero
ahora las sentía como una venganza por no ofrecer más espacio en mi útero.
Además apareció la temida
“acidez” que da por ingerir cualquier cosa, incluso agua. Y como estaba
embarazada y no podía tomar cualquier remedio, debía comprarme un antiácido que, a mi parecer,
era lo mismo que nada.
Otro tema no menor es la
intimidad con tu marido. Ésta fue bastante normal durante todo el embarazo, o
mejor que normal, pero todo cambió el octavo mes porque la prominente panza me
hacía ver como una ballena, y sintiéndome así no quería desnudarme ni frente al
espejo, además mi movilidad se vio mermada en un noventa por ciento..
Llegó un punto en el que dejamos
de intentar tener sexo, y nos limitábamos a abrazarnos. Así estuvimos algunas
semanas hasta que el doctor me dijo que una manera de acelerar el parto era
teniendo relaciones, y comencé a perseguir a Pelayo para que, tal como todo había
comenzado, le pusiéramos fin (tiene lógica que todo termine de la misma manera como
empezó). Me costaba convencerlo porque al pobre le daba pena ver mis esfuerzos
por moverme. Lamentablemente esto no dio resultado.
Ya había abandonado las
esperanzas de adelantar el nacimiento de mi retoño cuando escuché de una tía
abuela que en su época, para acelerar el parto, comían papaya. Partí al
supermercado y me compré diez tarros de papaya en conserva, las que se
volvieron mi alimento principal. No me sirvió de nada y sólo contribuyó a que
terminara odiando dicha fruta.
No me quedó más remedio que
internarme en el universo web para obtener tips que me ayudaran a obligar a mi
retoño a dejar su calentito refugio. Leí que una manera muy efectiva era
caminar, y así lo hice, comencé a dar largos paseos por los alrededores de mi
casa, intentando obviar los treinta y cinco grados que hacían a mediados de
febrero y rezando para que no se me derritieran las chalas en el camino.
Lamentablemente esto tampoco surtió efecto y como resultado me dio una ciática
terrible.
Luego de probar todas las
técnicas posibles abandoné la idea de expulsar a la fuerza a mi pobre retoño y
comencé a esperar a que voluntariamente decidiera salir, ya que mal que mal,
él había “pagado arriendo” hasta las cuarenta semanas.