Otro
tema era ponerse de acuerdo con Pelayo, ya que los nombres que a mí me gustaban
a él no y lo mismo a la inversa. Se avecinaba una pelea y estaba dispuesta a
dejarlo todo en la pista para lograr ganarla.
Un
día estábamos los dos acostados en la cama conversando sobre los arreglos que
haríamos en la nueva habitación de la guagua, los colores que usaríamos si era
niño o niña y los adornos que compraríamos para lograr un espacio digno de
catálogo de multitienda. De pronto surgió el tema del nombre y me di cuenta que
aquel era el momento de dejar zanjado el asunto. Contrario a lo que yo pensaba,
la conversación fue bastante civilizada y nos dimos cuenta que yo sólo tenía en
mente nombres de hombre y Pelayo solo de mujer. Decidimos que si era niña él
elegiría el nombre y si era niño lo haría yo; así concluyó el tema, sin haber
corrido ni una gota de sangre.
Lo
que no sabíamos era que todos los que nos rodeaban tenían algo que aportar, en
especial nuestras familias. Y así comenzó la batalla del nombre.
Por
un lado mi suegro quería que le pusiéramos Pelayo si era niño, ya que hacía
cuatro generaciones que se seguía la tradición con el primer nieto. Yo me
negaba a repetir el nombre de mi marido y destinar a mi guagua a ser Pelayito
junior toda su vida, ¡no! Quería que él tuviera un nombre original y no uno
repetido.
Por
otro lado mi mamá soñaba con que le pusiéramos el nombre de su tía abuela
Máxima a la que tanto había querido, y trataba de convencerme diciéndome que
había sido una señora muy inteligente, llena de amigos, y para mejorar la
oferta además había sido la primera mujer de la familia en estudiar una carrera
universitaria. Nada de eso me importaba, me negaba a ponerle un nombre a mi
hija que arriesgara bulling en el colegio.
Para
sumar complicaciones, mis hermanas tenía un listado de nombres que habían
“reservado” para sus futuros retoños, y éstos estaban prohibidos. Les advertí
que el asunto era por orden de llegada y si no se ponían a tener guaguas para
utilizar esos nombres, yo estaba en plena libertad de hacer uso de ellos sin
preguntarle a nadie.
Recuerdo
que un tiempo, con Pelayo nos dio por buscar los nombres más usados en el
Registro Civil, en internet, en Google y en cualquier lado que pudiera
orientarnos para no ponerle a nuestra guagua un nombre que luego se repetiría
en la mitad de sus compañeritos de curso.
Llegó
el día de la ecografía que nos diría con un ochenta por ciento de certeza el
sexo de nuestra guagua. Estaba muy ansiosa aunque no sé por qué, si en realidad
no me importaba si era niño o niña, solo quería que naciera sano.
Estaba
recostada en la camilla con la panza llena de gel y el doctor pasándome la
máquina de ecografía de un lado a otro, describiendo lo que veía; yo ya no daba
más de la intriga, y al parecer Pelayo estaba igual porque no aguantó y le
preguntó que veía, si un hombrecito o una mujercita. Nos miró divertido y nos
dijo “miren, ahí se ve el tanque”.
Ahora
que ya sabíamos que nuestro porotito era niño teníamos que comenzar a llamarlo
por su nombre, por lo que urgía decidirlo. Estaba pensando en esto camino de la
oficina a la casa cuando de pronto me pasó por delante un niño de
aproximadamente dos años. Me quedé mirándolo, imaginando que algún día mi
guagua también estaría por ahí correteando, cuando su madre lo llama “¡Lorenzo
ven, que nos vamos a la casa!” Lorenzo… que lindo nombre y muy original, así se
llamaría mi guagua.
Me
costó convencer a Pelayo porque encontraba que era un poco “alternativo”, pero
luego de mucho persuadirlo quedamos en que ese sería el nombre del nuevo
integrante de la familia.