martes, 29 de septiembre de 2015

Se llamará...

Decidir el nombre del futuro integrante no es tarea fácil. Cuando era chica tenía miles de muñecas a las que llamé de variadas maneras; si me aburría de sus nombres se los cambiaba sin más y todos tan felices como siempre. Ahora no existía la posibilidad de cambiar el nombre si me aburría de él.



Otro tema era ponerse de acuerdo con Pelayo, ya que los nombres que a mí me gustaban a él no y lo mismo a la inversa. Se avecinaba una pelea y estaba dispuesta a dejarlo todo en la pista para lograr ganarla.

Un día estábamos los dos acostados en la cama conversando sobre los arreglos que haríamos en la nueva habitación de la guagua, los colores que usaríamos si era niño o niña y los adornos que compraríamos para lograr un espacio digno de catálogo de multitienda. De pronto surgió el tema del nombre y me di cuenta que aquel era el momento de dejar zanjado el asunto. Contrario a lo que yo pensaba, la conversación fue bastante civilizada y nos dimos cuenta que yo sólo tenía en mente nombres de hombre y Pelayo solo de mujer. Decidimos que si era niña él elegiría el nombre y si era niño lo haría yo; así concluyó el tema, sin haber corrido ni una gota de sangre.

Lo que no sabíamos era que todos los que nos rodeaban tenían algo que aportar, en especial nuestras familias. Y así comenzó la batalla del nombre.

Por un lado mi suegro quería que le pusiéramos Pelayo si era niño, ya que hacía cuatro generaciones que se seguía la tradición con el primer nieto. Yo me negaba a repetir el nombre de mi marido y destinar a mi guagua a ser Pelayito junior toda su vida, ¡no! Quería que él tuviera un nombre original y no uno repetido.

Por otro lado mi mamá soñaba con que le pusiéramos el nombre de su tía abuela Máxima a la que tanto había querido, y trataba de convencerme diciéndome que había sido una señora muy inteligente, llena de amigos, y para mejorar la oferta además había sido la primera mujer de la familia en estudiar una carrera universitaria. Nada de eso me importaba, me negaba a ponerle un nombre a mi hija que arriesgara bulling en el colegio.

Para sumar complicaciones, mis hermanas tenía un listado de nombres que habían “reservado” para sus futuros retoños, y éstos estaban prohibidos. Les advertí que el asunto era por orden de llegada y si no se ponían a tener guaguas para utilizar esos nombres, yo estaba en plena libertad de hacer uso de ellos sin preguntarle a nadie.

Recuerdo que un tiempo, con Pelayo nos dio por buscar los nombres más usados en el Registro Civil, en internet, en Google y en cualquier lado que pudiera orientarnos para no ponerle a nuestra guagua un nombre que luego se repetiría en la mitad de sus compañeritos de curso.

Llegó el día de la ecografía que nos diría con un ochenta por ciento de certeza el sexo de nuestra guagua. Estaba muy ansiosa aunque no sé por qué, si en realidad no me importaba si era niño o niña, solo quería que naciera sano.

Estaba recostada en la camilla con la panza llena de gel y el doctor pasándome la máquina de ecografía de un lado a otro, describiendo lo que veía; yo ya no daba más de la intriga, y al parecer Pelayo estaba igual porque no aguantó y le preguntó que veía, si un hombrecito o una mujercita. Nos miró divertido y nos dijo “miren, ahí se ve el tanque”.

Ahora que ya sabíamos que nuestro porotito era niño teníamos que comenzar a llamarlo por su nombre, por lo que urgía decidirlo. Estaba pensando en esto camino de la oficina a la casa cuando de pronto me pasó por delante un niño de aproximadamente dos años. Me quedé mirándolo, imaginando que algún día mi guagua también estaría por ahí correteando, cuando su madre lo llama “¡Lorenzo ven, que nos vamos a la casa!” Lorenzo… que lindo nombre y muy original, así se llamaría mi guagua.

Me costó convencer a Pelayo porque encontraba que era un poco “alternativo”, pero luego de mucho persuadirlo quedamos en que ese sería el nombre del nuevo integrante de la familia.

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