lunes, 28 de septiembre de 2015

El embarazo, la comida y el carrete

Cuando te pones “en campaña” sabes que tarde o temprano habrá un gran cambio en muchos aspectos de tu vida y estás más que dispuesta a enfrentarlos, pero realmente esto no lo dimensionas hasta que ya estás embarazada.



En la primera cita al doctor te encuentras con dos cosas: la felicidad de la confirmación del embarazo y la desdicha de todas las cosas de las que te verás privada por al menos nueve meses.

Toda embarazada sabe que no debe comer cosas crudas, lo que nunca se ha sentado a pensar es cuántas cosas incluye esto. No puedes comer ningún queso de dudosa procedencia a riesgo de que no esté pasteurizado, olvídate del exquisito queso artesanal que venden en los peajes, de los quesos blandos o que tengan hongos tales como el camembert, el brie y el azul. Demás está decir que el sushi está absolutamente prohibido y no salvarás pidiendo aquellos que vienen calientes y en teoría cocidos, ya que el problema es la contaminación cruzada, tema que recién hoy parecieras descubrir que existe. Olvídate de los ricos asados con la carne roja, ya que si no está cocida como suela está prohibida.

Pero no todo es tan malo, ya que el hecho de estar embarazada te permite darte esos gustitos que antes no te dabas por temor a la gordura. No es que ya no le temamos pero sabemos que cualquier kilo de más será atribuido al embarazo y no tendremos que preocuparnos por ellos hasta mucho tiempo más; además todo el mundo te dice que con la lactancia bajarás de peso.

Según experiencia el embarazo se divide en tres etapas en cuanto al tema alimentación:

Las primeras semanas no me sentía muy bien, comenzaron las náuseas y no tenía muchas ganas de comer. De vez en cuando de daban ganas de algo en particular y ahí me di cuenta de que lo que tenía no eran antojos si no que solo toleraba algunos alimentos. Una semana me dio por comer doritos de queso; en otra oportunidad sólo comí obleas de vainilla por dos días. Las mejores aliadas durante todo el embarazo fueron las pequeñas mandarinas que me quitaban las náuseas y me refrescaban.

Alrededor del mes cinco todo comenzó a traducirse en comida. Sentía hambre todo el día y mientras tomaba mi desayuno pensaba en el almuerzo, al almorzar pensaba en el té y así. Bajaba de la oficina al kiosco de la esquina al menos tres veces al día y volvía con chocolates, papas fritas y galletas que me devoraba en el ascensor de vuelta. Esta situación se mantuvo hasta que fui a control con mi doctor y me subió a la pesa, ahí entré en pánico ya que había engordado tres kilos en el último mes y no podía seguir así.

La tercera fase de la comida se dio ya en el último mes, cuando la guagua usaba tanto espacio que no dejaba lugar a la comida que yo ingería. Esta situación me parecía perfecta porque así pararía de subir de peso, ya que acercaba vertiginosamente la dieta estricta.

Otro tema importante fue lo que me pasó con el carrete, este tema también tuvo etapas:

Llegó el día de mi primer carrete embarazada y figuraba yo tranquilamente tomando mi sprite zero (al principio ni coca cola tomaba por la cafeína), intentando hacerme la cool porque mi mayor temor era que la gente pensara que yo era de esas típicas mujeres que se embarazan y se ponen fomes porque no pueden tomar trago. Con el paso de las horas fui notando como el resto de los comensales se entonaba con el alcohol y comenzaba a hablar más y más fuerte, escupiendo todo a su paso e intentando imponerse por sobre la música que a esas alturas estaba a decibeles bastante elevados. Me costaba seguir el hilo de la conversación que cada vez perdía más sentido, además imaginaba a mi porotito respirando el aire gris del cigarro y me daban escalofríos.

Luego de mucho esfuerzo por mantenerme atenta a lo que ocurría a mí alrededor le pedí a Pelayo que nos fuéramos porque ya estaba muy cansada (y aterrada). Cuando por fin me puse el pijama y me acosté, me quedé pensando en todos los futuros carretes que se venían y caí en cuenta que sería una tarea difícil acostumbrarme a ellos. Tenía dos opciones: o cambiaba de amigos y comenzaba a juntarme con un grupo religioso abstemio o me acostumbraba a la situación y aprendía a vivir con ello. Me decidí por lo segundo.

A los cuatro meses ya me había acostumbrado a los carretes. Disfrutaba el paso de la noche y el alcohol en el resto de la gente, me reía de las cosas que conversaban y lo más genial era que al día siguiente era de las pocas que recordaba con lujo de detalles todo lo que había sucedido la noche anterior, además era la chofer designada por lo que nos íbamos cuando yo lo decidía, sin derecho al pataleo.
A partir de los siete meses y medio todo cambió radicalmente. El sueño me invadió de una manera bestial y sólo quería estar en posición horizontal en mi cama con todo lo necesario a menos de medio metro de distancia: control remoto, botella de agua, algún snack, celular, etc. Hacía un  gran esfuerzo por salir porque sabía que cuando naciera la guagua estaría varias semanas encerrada, aunque cada día me esforzaba menos. Con el mal genio que traía por los malestares del embarazo de pies hinchados, ganas de ir al baño cada dos minutos, dolor de espalda y cansancio general, ya no me parecían divertidos los borrachos que cada dos minutos tocaban y le conversaban a mi prominente panza. Dirán que me puse amargada y ¡sí, lo hice ¿y qué?! Ya no me importaba ser la embarazada cool y cuando podía me quejaba a quien quisiera escucharme sobre las patadas en las costillas que recibía a diario, lo poco que dormía en la noche y el calor insoportable que sentía. Me convertí en la embarazada del terror.

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