Por
fin llegó el último día de trabajo y el inicio de tan esperado prenatal. Ese
día llegué a la oficina radiante, con una sonrisa de oreja a oreja y más ganas
que nunca de trabajar; se me olvidaron los achaques propios de la etapa del
embarazo que estaba viviendo como la ciática, la tendinitis, los pies hinchados
y el sueño.
Ya había hecho los traspasos de
mis temas a las personas que se encargarían hasta la llegada de mi reemplazo, y
ese día me dediqué a hacer vida social. Fui despidiéndome de cada uno de mis
compañeros de labores; muchos besos y abrazos, buenos deseos y agradecimientos
por los años de compartir día a día con ellos.
Las mujeres de mi oficina me
tenían organizado un baby shower sorpresa al final de la jornada, y me quedé
tomando tecito con ellas mientras me llenaban de regalos para mi futuro hijo. Me
emocionó lo preocupadas y cariñosas, y lo conectadas que estaban con mi
maternidad. Comprendí que habían vivido todo el proceso al igual que yo, desde
una perspectiva ajena pero a la vez muy cercana ya que estuvieron ahí desde el
primer día, acompañándome, viendo como me crecía la panza, escuchándome en mi
experiencia y bajando conmigo a comprar al kiosco cuando me daban los antojos.
Ese día llegué a mi casa
realmente feliz, por el cariño entregado en la oficina y porque comenzaba la
libertad. El prenatal son unas vacaciones extra de seis semanas y media donde
abundan los panoramas entretenidos porque cuando te embarazas te pones “de
moda” y todo el mundo te invita a múltiples actividades: baby shower, tardes de
piscina, almuerzos con las amigas, etc.
Leí, en alguna parte, que cuando
uno está pronto a tener la guagua comienza una etapa de “preparación del nido”
y las futuras madres enfocan sus energías en disponer todo para la llegada del
nuevo integrante de la familia, y así lo hice. Iba a comprar las cosas que
faltaban, me di el trabajo de lavar toda la ropa con detergente Popeye, ideal
para las guaguas porque no les provoca alergia en la piel; corté las etiquetas
de toda la ropita de Lorenzo para que éstas no le fueran a picar. Pelayo pintó
la pieza color celeste y armó la cunita, yo me ocupé de la decoración.
También me dio por aprender a
tejer en telar y le hice una maravillosa manta a mi retoño, aproveché de leer
todas las cosas sobre madres e hijos que no había alcanzado y me vi todas las
películas sobre el tema.
Mi doctor me autorizó a salir
una semanita a la playa y sin dudarlo partí con dos amigas y Clarita, la hija
pequeña de una de ellas, a gozar del litoral y escapar de los calores de la
capital que eran cada día más insoportables.
Esa semana con Clarita vi lo que
era ser madre, lo dependiente que son las guaguas y el trabajo que implica la
maternidad; cada vez que bajábamos a la playa era como una mudanza. A la hora
de comer, ahí estaba mi amiga preparándole la sopa de verduras y la fruta
molida para luego sufrir la lluvia de comida en la ropa, la cara y todo lo que
rodeaba a Clarita. Me di cuenta de que se me venía una gran responsabilidad y
mucho trabajo.
Luego de esa semana me erradiqué
en Santiago definitivamente, tenía treinta y cuatro semanas y el doctor me
aconsejó que me mantuviera cerca de la clínica por si a Lorenzo se le ocurría
salir antes. Con pocas ganas de aguantar el calor me dediqué a “empollar”. Digo
empollar porque literalmente parecía gallina, todo el día sentada o acostada.
El pobre Pelayo se convirtió en mi esclavo; llegaba de la oficina a servirme la
comida, hacerme masajes en mis hinchados pies, satisfacer mis antojos y
escuchar mis quejas que cada día eran más frecuentes.
Siempre había pensado que el
prenatal era un poco innecesario pues en realidad uno era absolutamente capaz
de trabajar hasta el último minuto ¡cómo me equivocaba! Me di cuenta que esas
semanas sirven para ponerse en sintonía con lo que se viene y prepararse
psicológicamente para el gran cambio que implica tener un hijo. Comencé a
conectarme más con Lorenzo, él ocupaba el cien por ciento de mi mente durante
el día; además que a esas alturas no me veía tomando el metro para ir a la
oficina por mucho que algunos buenos samaritanos me cedieran el asiento a
regañadientes.
Una gran aliada en esta etapa
fue mi madre, que con mucha paciencia me llevaba a hacer las compras de las
cosas que faltaban y me iba a buscar a mi departamento para llevarme a su casa
a almorzar y a bañarme en la piscina.
Hasta el momento todo iba bien,
pero lo que sigue quizás a muchas no les gustará: el mes ocho...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario