lunes, 20 de julio de 2015

“En campaña”

 Estábamos con Pelayo, mi marido, de viaje en una maravillosa playa del caribe tomando piña colada en una hamaca, cuando surgió por primera vez el tema: “¿cuándo tendremos guagua?”. Ya no recuerdo quién comenzó la conversación, pero era algo de lo que tarde o temprano hablaríamos. Llevábamos ocho meses casados y los dos queríamos tener hijos, la pregunta era ¿cuándo?
Lo conversamos en un tono de total relajo y decidimos que a fin de año, en un par de meses más, sería un buen momento para comenzar la “campaña”, ese período al que toda pareja en especial la mujer, teme por la presión que implica y el terror a no lograrlo. Existe un miedo generalizado en todas las mujeres a no poder quedar embarazada. No sé a qué se deberá, quizás por la imposición que desde pequeñas nos impone la sociedad con el estereotipo de la mujer madre que cuida a la muñeca/guagua, que además cada día parecen más reales! Van al baño, vomitan y lloran como bebés, es un poco aterrador.

En fin, pasaron las últimas semanas de relajo, aunque ni tan relajadas porque comencé a tomar el famoso ácido fólico que es una patilla que puede prevenir defectos de nacimiento en el cerebro y la columna vertebral del bebé. Si bien esta no tiene efectos secundarios, uno ya entra en el “modo en campaña” y de a poco comienza la ansiedad.

Por fin llegó el día en que me tomé la última pastilla anticonceptiva. Ese día sentí que dejaba de ser una joven y alocada para pasar al estado de pre-madre, un estado donde te baja la responsabilidad y empiezas a creer que has madurado; luego de un tiempo te das cuenta de que eres la misma mujer inmadura de siempre solo que ahora estás “en campaña”, y eso da paso para que desees darte los últimos permisos antes de que el embarazo te restrinja lo que comes, lo que tomas, a donde vas y qué compras. Pasas del estado pre-madre al full-carrete porque sabes que cuando estés embarazada se acabó el chipe libre y serás el chofer designado por los próximos nueves meses y más.

Comenzó la campaña y con esto la parte entretenida del asunto: ¡tirar tirar que el mundo se va a acabar! Al principio es genial, muy romántico, con mucha energía y unas ganas locas de lograrlo lo antes posible. Y es que cuando las parejas se deciden a tener guagua por lo general quieren que sea ahora ya. Con el paso de los meses la energía y el romanticismo se van agotando y comienza la desesperación; cada vez que a la mujer le llega el período menstrual la casa se convierte en un funeral y hay cinco días de caras largas y lágrimas hasta que éste se termina y comienza la batalla otra vez. Llega un punto en que le dices adiós a las posiciones sexys y comienzan las posiciones útiles, que son aquellas que en alguna parte leíste o te contaron que favorecen el flujo de los espermatozoides al óvulo, y en un abrir y cerrar de ojos te ves con miles de cojines bajo la cola o haciendo la posición vela.

Así estuvimos unos seis meses, tratando de no perder las esperanzas. Los doctores te dicen que lo normal es demorarse hasta un año; lo que no consideran es que ¡uno quiere la guagua para ayer! Por eso cuando ya llevábamos como tres meses “en campaña”, comencé a presionar a mi doctor para que “apuráramos” el asunto. Cabe mencionar que a los quince años me diagnosticaron ovarios poliquísticos, y la doctora tuvo la delicadeza de decirme que probablemente me costaría embarazarme. Estas palabras quedaron grabadas a fuego desde ese momento, y al decidir tener guagua afloraron con toda su fuerza y se instalaron en mi cabeza de manera permanente.

Como tenía esta condición mis reglas nunca fueron muy regulares, lo que desde la adolescencia fue una ventaja ya que por razones que desconozco, siempre se saltaba los veranos. Por ello nunca tuve el drama de “estar enferma” justo cuando había paseo a la playa o asado con piscina, el eterno drama de mis amigas que salvaban de no bañarse con un clásico “no tengo calor” cuando todos sabíamos la razón real por la cual no se ponían bikini. Pero ahora lo que parecía un don se había convertido en una maldición. Sin un ciclo regular no tenía ni la más remota idea de cuándo me tocaba el período, lo que se tradujo en hacerme al menos 20 test de embarazo antes de ver las dos rayitas. Era tanta mi psicosis que me los compraba a escondidas de Pelayo, que me retaba cada vez que me hacía uno sin razón, porque decía que eso sólo contribuía a generar más ansiedad y presión. Lo que él no sabía pero sospechaba era que yo ya estaba al borde de la locura.

En este estado de desestructuración mental fui donde mi doctor a exigirle respuestas. Yo creo que los ginecólogos pasan varios semestres estudiando psicología, porque lidiar con una mujer “en campaña” puede volver loco a cualquiera. Luego me daría cuenta que lidiar con una mujer embarazada podía ser infinitamente peor.

Mi doctor, con una calma y paciencia envidiables, me hizo un plan de contingencia. Me mandó a tomar unas pastillas para forzar a que me llegara la regla y terminar con la psicosis de los test de embarazo, además así lograría ovular ordenadamente lo que aumentaría las probabilidades. Partí el tratamiento feliz, pensando que esto aceleraría las cosas y por fin quedaría embarazada. El problema fue que el doctor no me advirtió que las famosas pastillas tenían como efectos secundarios síntomas de embarazo tales como mareos, náuseas, hinchazón y dolor en los pechos. Al primer mes me juraba embarazada, y como la mesura no es una virtud con la que haya nacido a los veintiocho días clavados partí a comprarme un test; creo que pueden anticipar cuál fue el resultado. En ese momento, contrario a lo que podrían pensar, no entré en pánico si no que decidí que intentaría relajarme ya que dicen que mientras más histérica, los espermatozoides y los óvulos más flojos se ponen; pareciera que lo hacen para proteger al futuro bebé de nacer con una madre desquiciada.

Pasamos dos meses en esto y el relajo fingido en el que estaba comenzó a desaparecer. Volví donde mi doctor para cambiar a plan B, decidida a no fallar esta vez. Me dijo que siguiéramos con la mismas pastillas, pero a diferencia de los meses anteriores, cuando me llegara el período haríamos una ecografía para determinar en qué parte del ciclo iba y así calcular los días en que estaría fértil. Me pareció un plan perfecto, sobre todo porque siempre he sido muy organizada y poder anotar en mi agenda que día me llegaría la regla y mejor aún que día estaría fértil ¡era perfecto!

Convencida de que esta vez no entraría en pánico, comencé con este plan b. Estaba tan entusiasmada que pequé de organizada; calculé los días que tendría que tomar las pastillas, los días de regla y dejé pedida la hora para la ecografía ¡nada podía fallar! Pasó el tiempo, se terminaron las pastillas y comenzó la espera a que llegara el período. Pasaban los días, se acercaba el momento de la ecografía y aún no había resultados del tratamiento.

Recuerdo que un domingo compré el veintiunavo test de embarazo que salió negativo, el lunes partí al doctor a hacerme la ecografía, aun cuando sabía que sin la regla no serviría de nada. El doctor me dijo que veía las paredes del endometrio bastante gruesas, lo que significaba que la regla debería llegar si no ese día, al día siguiente. Me fui tranquila a la casa a esperar para pedir hora a la ecografía, ya que no estaba dispuesta a hacer el loco otra vez y llegar sin nada que mostrar.
Al día siguiente aún no había noticias de mi período. Ya estaba bastante cansada del tema, y casi por inercia partí a comprarme un test, obviamente a escondidas de Pelayo. Estaba sentada en el escusado esperando el resultado con la idea de que saldría negativo como los anteriores, cuando de pronto miro la varita y las veo ¡dos triunfantes rayitas azules! No lo podía creer, hace dos días el test había salido negativo y el doctor ayer no había visto nada; debía ser un error, un cruel y terrible error.

Corrí a llamar a Pelayo para contarle lo sucedido, a riesgo de que me retara otra vez, y pedirle que pasara a comprar otro test para repetir la prueba y confirmar el positivo. En el momento que el celular comenzó a sonar escuché que estaba metiendo la llave en la puerta; no alcanzó a entrar cuando me abalancé con mis dos rayitas en la mano y le conté con lujo de detalle los acontecimientos de la última hora. Un poco incrédulo partió a la farmacia más cercana a comprar otra prueba de embarazo, mientras yo esperaba hecha una loca en la casa. Se demoró unos diez minutos, los más largos de mi vida, y en cuanto llegó le arrebaté la bolsa de las manos y corrí al baño.

Nos miramos largo rato, con las dos rayitas que confirmaban el embarazo en la mano. Estábamos tan anonadados que no pudimos ni celebrar, solo acordamos ir a hacer un examen de sangre para despejar toda duda, luego podríamos cantar victoria y contar a nuestros seres queridos.

Podrán imaginar que esa noche no pegué una pestaña, estaba muy feliz pero a la vez asustada de que todo fuera una falsa alarma.

Al día siguiente partí a la oficina con un nudo en la guata, sin poder dejar de pensar en la situación que estaba viviendo. Pasé al lado de una farmacia y como ya era costumbre compré una prueba de embarazo, sólo para disipar dudas. Sé que a estas alturas piensas que estoy loca de patio pero díganme ¿qué hubieran hecho ustedes? es difícil creer que algo que has esperado tanto por fin ha llegado.

En la tarde fui a hacerme el examen de sangre y me encontré con que este demoraría dos días en estar listo. No lo podía creer ¡tendría que pasar dos días más de interminable espera! En ese momento me propuse no seguir gastando plata en test de embarazo y esperar con paciencia, y así fue, no sé cómo lo logré en calma y ocupada en otros asuntos de la oficina. Finalmente fui a buscar los resultados y me encontré con la feliz sorpresa de que estaba embarazada; luego mi doctor me confirmaría que tenía cuatro semanas de gestación.

por Alma Vidaurre

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buenisima la columna!

Unknown dijo...

Genial! Muy buena!