lunes, 25 de abril de 2016

El bautizo de mi retoño


Cuando Lorenzo cumplió dos meses y medio lo bautizamos en la capilla del colegio donde estudió Pelayo toda su vida. Era tanta su chochera que casi se pone la corbata que usaba en cuarto medio.
Con Pelayo y los futuros padrinos tuvimos que asistir a unas charlas en la parroquia del barrio, requisito para poder bautizar al retoño. En estas se juntaba un gran número de padres y padrinos que estaban en la misma que nosotros y no sé cuál de ellos estaba más perdido con el tema. Los encargados preguntaban uno a uno hace cuánto tiempo que no iban a la iglesia y todos ponían cara de espanto y decían que tenían intenciones de retomar su vida espiritual; algunos más osados simplemente mentían diciendo que acudían religiosamente todos los domingos, pero sus miradas nerviosas los delataban.
Por fin llegó el día y lo bautizó el mismo sacerdote que nos casó, que ya en esa época, estaba tan sordo que usaba audífonos en ambas orejas, imaginen cómo estaba ahora. 
Lorenzo dormía plácidamente en brazos de su madrina, ajeno a lo que sucedía a su alrededor y sin imaginar que en pocos minutos le caería una ola de agua en su carita. La motricidad fina del curita no era muy buena y prácticamente bañó a mi pobre guagua. De la pura impresión se hizo en los pañales y dejó un penetrante olor en todos lados. Para terminar, al momento de la bendición Lorenzo vomitó sobre la pila de agua bendita y yo casi muero de la vergüenza, no sabíamos dónde meternos y la encargada de la capilla nos miraba con cara de pocos amigos.
Terminó la ceremonia y partimos a almorzar a la casa de mis padres con todo el familión. Siempre habíamos querido hacer algo más íntimo pero nuestros progenitores no lo permitieron e invitaron a todos sus hermanos, cuñados y sobrinos.
Comimos un almuerzo que estaba delicioso y mi suegra mandó a hacer una torta preciosa con unos angelitos encima; mi madre decoró la casa con guirnaldas blancas y azules. Mi papá y mi suegro se abrazaban de felicidad por el esperado nieto que al fin había llegado. El pobre Lorenzo fue pasado de mano en mano y las abuelas se lo peleaban y no dejaban que nadie lo tuviera más de cinco minutos, encontraban alguna excusa para “rescatarlo”.
Al cabo de varias horas estábamos listos para irnos a descansar cuando al primo de Pelayo se le ocurrió llegar con pisco, coca cola y hielo para tomarse “una cosita”. Empezó la fiesta.
Mis papás se fueron a un matrimonio y me dejaron a cargo con la expresa orden de que quedara todo impecable, era como volver a los quince años. Mi hermano chico aprovechó la oportunidad para invitar a algunas amigas al baile, lo que le vino de cajón a todos los primos mayores que gozaron con el espectáculo de niñas de veinte que llegó.
Mi prima chica de tiernos dieciséis años que nunca había tomado alcohol, tuvo un primer acercamiento bastante traumático ya que terminó durmiendo en un sillón, babeando los cojines delante de todos los invitados, y tuvimos que ir a acostarla a la cama de mi hermana. 
Llegaron los carabineros a pedirnos que hiciéramos silencio porque los vecinos estaban alegando, y Pelayo salió a ofrecerles piscola y contarles lo feliz que estaba porque ese día su primogénito había sido bautizado. 
Para rematar la situación a mis primos chicos, esos niños de dieciocho años que toman como si fuera el último día de sus vidas, les dio hambre y no encontraron nada mejor que comerse la hermosa torta de Lorenzo con las manos, además mientras lo hacían echaron a volar su imaginación y convirtieron a los angelitos en toda clase de figuras con doble sentido.
Lo que comenzó como un tradicional bautizo se había convertido en un “bautizazo”.
Como a las dos de la mañana, bastante cansada y enojada eché a todos de la casa de mis padres, incluido Pelayo, me quedé ordenando y procurando dejar todo impecable y luego me fui a mi casa a dormir.

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