Desde el momento en que supe que
estaba embarazada sabía que mi mamá y mi suegra serían un tema el día que el
retoño naciera, y no me equivocaba.
Por
una parte estaba mi madre, que esperaba con ansias el día que naciera el primer
nieto, y mejor si este era de una de sus hijas porque sería como si la guagua
fuera de ella. Por otra parte estaba mi suegra, una mujer ya mayor, que también
esperaba el primer nieto porque ninguno de sus tres hijos le había dado esa
felicidad ya que el mayor había tomado el camino del sacerdocio y el menor
permanecería soltero y gozando la vida sin ataduras. Pero vamos de a una.
Mi
suegra se instaló en la clínica desde el primer momento en que Lorenzo hizo su
aparición hasta que nos dieron el alta. Llegaba a las ocho de la mañana y se
iba a las ocho de la noche; además estaba tan emocionada que invitaba a sus
amigas a pasar un rato a la clínica. Habían momentos en los que mi pieza
parecía aquelarre, lleno de mujeres comentando sobre lo parecido que era Lorenzo
a su padre, al padre de su padre, al abuelo de su padre, etc.; mientras yo lo
único que quería era quedarme a solas con mi guagua para regalonearla. Estas
visitas no se iban ni cuando me tocaba dar pecho y se quedaban mirando y dando
instrucciones sobre cuál era la mejor manera de hacerlo.
Cuando
llegamos a la casa todo siguió igual y se instalaba todo el día ahí, y cuando
no podía estar todo el día, inventaba escusas para pasar aunque fuera media
hora a darle un beso a su nieto. Se había conquistado a la nana y esta le abría
la puerta sin importar si Lorenzo y yo estábamos durmiendo.
La
gota que rebalsó el vaso fue un día que salí al dentista y dejé a Lorenzo con
la nana; cuando iba de vuelta la llamé para que me preparara el bolso ya que
pasaría a buscar a mi guagua para ir a un almuerzo, a lo que ella me responde
que Lorenzo no está, “su suegra llegó al poco rato que usted se fue y lo llevó
a dar una vuelta al mall”. En ese momento de pura ira se me heló la sangre y
tomé el teléfono decidida a cantárselas claras a mi suegra. Para rematar la
situación no me contestó el teléfono y mi rabia aumentó, llamé a Pelayo
indignada y le conté lo sucedido, me dijo que hablaría con su madre. Cuando
llegué a la casa me la encontré en el ascensor y con la pura mirada glacial que
le di entendió que no podría volver a hacer algo así.
Mi
mamá también estaba vuelta loca, y si bien en la clínica se portó bastante
bien, cuando llegué a mi casa no había manera de sacarla de ahí. Llegaba a las
diez de la mañana y se iba a las ocho de la noche cuando Pelayo ponía cara de
pocos amigos porque quería pasar un rato a solas con su hijo. Sé que lo hacía
para ayudarme pero eso no quita que me tuviera con los nervios de punta con
todas las instrucciones que me daba por minuto sobre como amamantar, mudar,
vestir y acurrucar a mi guagua; no me dejaba espacio para errores y cada vez
que yo hacía algo salía con una historia sobre cómo lo había hecho ella.
Tenía
a las dos abuelas de planta en mi casa, y peleaban en silencio por quién lo tomaba
más rato, quién lo hacía dormir y quién lo mudaba. El tema es que entre las dos
me tenían agotada y necesitaba espacio para estar a solas con Lorenzo y Pelayo.
Nos
dimos cuenta que, si queríamos mantener nuestra privacidad como familia,
debíamos hacer algo pronto y no esperar a estar al borde del ataque de nervios
para tomar cartas en el asunto. Hablamos seriamente cada uno con su madre, y
amablemente les agradecimos toda la ayuda y buenas intenciones, pero les
pedimos que se mantuvieran un poco más al margen ya que nunca aprenderíamos a
ser padres si ellas estaban constantemente sobre nosotros impidiéndonos cometer
aquellos errores que incluso ellas cometieron alguna vez. Por suerte lo
entendieron y desde ese momento recuperaron la cordura.
Cuando
se tranquilizaron con el tema de Lorenzo comenzaron a ser un aporte y podíamos
contar con ellas para lo que necesitáramos, lo que era realmente útil sobre
todo cuando queríamos escapar un rato de ese nuevo rol paternal y volver a la
juventud por una noche. Lo que comenzó como la pesadilla de las abuelas
desquiciadas finalmente terminó en una historia muy feliz. Poco a poco comencé
a contar más con mi mamá y ella me traspasaba sus conocimientos; en mi nuevo
rol de madre entendí en su forma de ser y actuar conmigo y mis hermanos, valoré
todo lo que ha hecho por nosotros y agradecí tenerla a mi lado para lo que
fuera. Pasó a ser una gran amiga.
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