jueves, 31 de marzo de 2016

Mi suegra, mi mamá y yo...

Desde el momento en que supe que estaba embarazada sabía que mi mamá y mi suegra serían un tema el día que el retoño naciera, y no me equivocaba.

Por una parte estaba mi madre, que esperaba con ansias el día que naciera el primer nieto, y mejor si este era de una de sus hijas porque sería como si la guagua fuera de ella. Por otra parte estaba mi suegra, una mujer ya mayor, que también esperaba el primer nieto porque ninguno de sus tres hijos le había dado esa felicidad ya que el mayor había tomado el camino del sacerdocio y el menor permanecería soltero y gozando la vida sin ataduras. Pero vamos de a una.

Mi suegra se instaló en la clínica desde el primer momento en que Lorenzo hizo su aparición hasta que nos dieron el alta. Llegaba a las ocho de la mañana y se iba a las ocho de la noche; además estaba tan emocionada que invitaba a sus amigas a pasar un rato a la clínica. Habían momentos en los que mi pieza parecía aquelarre, lleno de mujeres comentando sobre lo parecido que era Lorenzo a su padre, al padre de su padre, al abuelo de su padre, etc.; mientras yo lo único que quería era quedarme a solas con mi guagua para regalonearla. Estas visitas no se iban ni cuando me tocaba dar pecho y se quedaban mirando y dando instrucciones sobre cuál era la mejor manera de hacerlo.

Cuando llegamos a la casa todo siguió igual y se instalaba todo el día ahí, y cuando no podía estar todo el día, inventaba escusas para pasar aunque fuera media hora a darle un beso a su nieto. Se había conquistado a la nana y esta le abría la puerta sin importar si Lorenzo y yo estábamos durmiendo.

La gota que rebalsó el vaso fue un día que salí al dentista y dejé a Lorenzo con la nana; cuando iba de vuelta la llamé para que me preparara el bolso ya que pasaría a buscar a mi guagua para ir a un almuerzo, a lo que ella me responde que Lorenzo no está, “su suegra llegó al poco rato que usted se fue y lo llevó a dar una vuelta al mall”. En ese momento de pura ira se me heló la sangre y tomé el teléfono decidida a cantárselas claras a mi suegra. Para rematar la situación no me contestó el teléfono y mi rabia aumentó, llamé a Pelayo indignada y le conté lo sucedido, me dijo que hablaría con su madre. Cuando llegué a la casa me la encontré en el ascensor y con la pura mirada glacial que le di entendió que no podría volver a hacer algo así.

Mi mamá también estaba vuelta loca, y si bien en la clínica se portó bastante bien, cuando llegué a mi casa no había manera de sacarla de ahí. Llegaba a las diez de la mañana y se iba a las ocho de la noche cuando Pelayo ponía cara de pocos amigos porque quería pasar un rato a solas con su hijo. Sé que lo hacía para ayudarme pero eso no quita que me tuviera con los nervios de punta con todas las instrucciones que me daba por minuto sobre como amamantar, mudar, vestir y acurrucar a mi guagua; no me dejaba espacio para errores y cada vez que yo hacía algo salía con una historia sobre cómo lo había hecho ella.

Tenía a las dos abuelas de planta en mi casa, y peleaban en silencio por quién lo tomaba más rato, quién lo hacía dormir y quién lo mudaba. El tema es que entre las dos me tenían agotada y necesitaba espacio para estar a solas con Lorenzo y Pelayo.

Nos dimos cuenta que, si queríamos mantener nuestra privacidad como familia, debíamos hacer algo pronto y no esperar a estar al borde del ataque de nervios para tomar cartas en el asunto. Hablamos seriamente cada uno con su madre, y amablemente les agradecimos toda la ayuda y buenas intenciones, pero les pedimos que se mantuvieran un poco más al margen ya que nunca aprenderíamos a ser padres si ellas estaban constantemente sobre nosotros impidiéndonos cometer aquellos errores que incluso ellas cometieron alguna vez. Por suerte lo entendieron y desde ese momento recuperaron la cordura.


Cuando se tranquilizaron con el tema de Lorenzo comenzaron a ser un aporte y podíamos contar con ellas para lo que necesitáramos, lo que era realmente útil sobre todo cuando queríamos escapar un rato de ese nuevo rol paternal y volver a la juventud por una noche. Lo que comenzó como la pesadilla de las abuelas desquiciadas finalmente terminó en una historia muy feliz. Poco a poco comencé a contar más con mi mamá y ella me traspasaba sus conocimientos; en mi nuevo rol de madre entendí en su forma de ser y actuar conmigo y mis hermanos, valoré todo lo que ha hecho por nosotros y agradecí tenerla a mi lado para lo que fuera. Pasó a ser una gran amiga.

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